Belén Zubillaga

Desde el 2003 – ocasión en que se realizó el primer Encuentro Americano del Campo Freudiano – se estableció una serie que fue desde los usos del psicoanálisis, pasando por los resultados terapéuticos (y la transferencia), la variedad de la práctica, la clínica analítica, y la locura de cada uno, hasta hablar con el cuerpo, la irrupción de las imágenes, los asuntos de familia y, ahora, el odio, la cólera y la indignación. En esta serie notamos cierto desplazamiento desde los temas puramente psicoanalíticos hacia la elección de temas con impacto social. Los primeros son retomados por los Congresos de la AMP. Ese desplazamiento no debe sugestionarnos, ni volvernos más sociólogos que analistas.

Puedo asignar, a cada significante del título, un asunto de actualidad. El odio remite a la elección presidencial en Brasil; la indignación, al éxodo del pueblo venezolano; la cólera, a los chalecos amarillos en París. Por hambre o por odio las nuevas formas de segregación irrumpen y nos obligan a calcular cómo y cuándo incidir en ello, absteniéndonos de cualquier identificación a un colectivo. Hay que elegir a qué discurso servir¹, el analítico u otro, ya que no se puede servir a más de uno.

En lo que respecta a mi práctica, la “tendencia” no es el odio, sino la indignación. Con sutileza y sin pretender arrojar conclusiones político-sociológicas, propongo que hagamos un análisis lacaniano del mismo.

Son mujeres las que relatan, sesión a sesión, cómo padecen ese afecto que el argumento de este ENAPOL enlaza a la pasión de la ignorancia (no al amor ni al odio) y que desde el sentido común podemos definir como un enojo frente a lo que se vive como injusto.

Daré de ello tres ejemplos bien distintos. Uno, ligado al feminismo; otro, al rechazo; el último, a la denominada “violencia de género”.

Una adolescente, militante feminista, padece todos los encuentros con hombres: sus manejos, sus comentarios, los tonos, todo. (Cuando digo “mujeres” y “hombres” me refiero a su anatomía, ya que es lo que prima, aunque nuestras queridas fórmulas digan lo contrario; la histeria desestima su lado macho, y el hombre paga por su cuerpo, por más analizado que esté; a veces, sólo verlos basta para concluir.) Esto le hace difícil y hasta imposible el lazo amoroso. La angustia invade los relatos indignados: “Son tremendos, no hay caso, es todo lucha, me cansé de discutir”. Sea en el trabajo o encuentros contingentes, “ellos te quieren doblegar con menosprecio, superioridad”. Esto no es odio, pues para que sea odio falta el amor². Los hombres no tienen cara de enemigos, sólo son fuente de indignación.

Otra mujer, harta de divorciarse, al finalizar la sesión me increpa: “¿Vos vas a subirte a la balsa de las mujeres, o vas a hundirte con ellos?”. Frente a la tentadora adjudicación del último asiento, advierto que duraríamos poco a flote, no por hétero ni por ideales de reproducción. La balsa de mujeres indignadas, a diferencia del arca de Noé, erradicaría – entre otras cosas- la especie. Según el relato bíblico, por pedido divino Noé subió macho y hembra de cada especie. En esta iríamos sólo nosotras. Lejos (o no tanto) de algún racismo renovado, eso no sería más que el éxito de la pulsión de muerte. Gozar sin los hombres, gozar de la ausencia de los hombres. ¡¿Ni al menos uno?! ¿No hay uno que no, con la pretensión de hacer existir la relación sexual? Sabemos, con Lacan, que queda en las mujeres “la estrategia de obtener su al menos uno”³, en vez de la homogenización. Así, “cuanto más se impone la lógica fálica del ‘todos’, más reaparece la lógica del ‘no-todo’ como intolerable”⁴.

La tercera es una joven a quien su pareja rompe la nariz de un golpe. Se debate, entre noticieros, si denunciarlo y pedir la restricción perimetral no le garantizaría su muerte. La indignación es alimentada por el disparate jurídico-penal, que la ofrece más al “castigo”. Ocultarse es su solución precaria, mientras recuerda qué bien la pasaban juntos.

El analista debe alojar este envoltorio del sufrimiento para iniciar la desidentificación del colectivo en algunos casos, para reforzarla en otros, y para llevarlo a las vías de un análisis en contadas ocasiones, procurando distinguir cuándo la indignación es producto del contagio como en una epidemia histérica⁵, cuándo proviene de la devastación subjetiva, y cuándo nace del impacto de decisiones del Estado.

Por último, retomando el argumento del ENAPOL podemos emparejar dignidad y singularidad. Así, un sujeto indignado sería un sujeto que pierde o sacrifica su singularidad⁶, su incomparable goce sinthomático. Entonces, ¿cómo no perderla en un colectivo? ¿O acaso éste refuerza más dicha indignación? Si “el síntoma es aquello que contiene en su seno nuestra propia dignidad”⁷, la cuestión es resguardarlo, sea cual fuere la balsa en la que cada uno decida subirse.


Notas

¹ GOROSTIZA, L., “Discurso del presidente entrante”. Disponible en www.eol.org.ar

² Cf. LACAN, J., El Seminario, libro 20, Aún, Buenos Aires: Paidós, 1984, p. 110.

³ INDART, J. C., entrevista, disponible en marioelkin.com/blog-juan-carlos-indart-mujeres-de-hoy/

⁴ BASSOLS, M., Lo femenino, entre centro y ausencia, Buenos Aires: Grama, 2017, p. 71.

⁵ LAURENT, É., Los objetos de la pasión, Buenos Aires: Tres haches, 2000, p. 145.

⁶ Cf. ARENAS, G., “La ética de lo singular”, Lacan XXI. Disponible en www.lacan21.com

⁷ VICENS, A., “La dignidad humana”. Disponible en www.radiolacan.com/es/