Integran este grupo: Andrea Brunstein, Catalina Guerberoff, Patricia Moraga, Marcela Negro, Esteban Stringa.
Los que hemos llamado niños amos –categoría que incluye niños con diferente compromiso o gravedad- presentan modalidades diversas. Niños amos con una tiranía dominante («tomame como soy porque yo soy así»). Niños con un dominio tal, que parecerían encarnar al significante amo. Niños que imponen sus normas y exacerban su tiranía del goce («yo soy yo»), con inflación yoica y un culto al yo que casi se emparenta con una locura yoica. Desde los que pretenden la plenitud del robot hasta el niño amo con pasajes al acto perversos que llegan a la criminalidad.
¿Por qué los agrupamos? En esta investigación armamos una serie, y aunque planteen diferencias en las estructuras, encontramos elementos en común.
Esto nos permite pensar en la respuesta de nuestra clínica. ¿Cómo asociarlos dentro del dispositivo analítico contemplando el caso por caso?
Yo soy yo
Destacaremos algunos temas. Partiendo de la frase de Rimbaud «yo es otro» ¿cómo sería esto en los niños amos? Ellos van al mito de Narciso donde hay un Ser Uno que los lleva a jamás unirse al Otro, quedando – como el mismo Narciso – prisioneros de su cuerpo. El sujeto narcisista no es sin Otro, pero es un Otro no dividido a quien no se le puede extraer un significante que falta. Estos niños se colocan como su Otro: él es él y él es el Otro.
Es interesante cómo después de Freud se trabaja el tema del carácter, que fue el instrumento conceptual para extender la neurosis más allá del síntoma. Fue necesario introducir el carácter cuando la patología se presentaba afectando el comportamiento del sujeto y el conjunto de su vida.
J. A. Miller destaca el punto donde el sujeto se instala en el rechazo a las exigencias del Otro. Freud llama carácter a lo que el sujeto no satisface con el síntoma. Lo hace aparecer como un modo de satisfacción de la pulsión que no moviliza al síntoma como mensaje al Otro. Podríamos pensar el rechazo de las reglas del Otro que vemos en estos niños – planteado en relación al tema del carácter – con la última enseñanza de Lacan. El cuadro que plantea Miller –real, carácter, defensa, goce, pulsión- nos sirve para pensar la dirección de la cura en estos casos.[1]
A partir de Freud el carácter se plantea no como la anulación del mundo exterior de la psicosis, sino como la introducción del desorden. Tratar mal, hacerse maltratar, hacer algo de manera repetitiva, son un modo distinto de satisfacción. No es una modificación del sujeto sino que moviliza al entorno, incide en el lazo social. Como en los niños amos, el lugar del Otro causa estragos pero en relación al Otro. Lacan toma como interesante de la ego-psicology, el abordar las actitudes del ego en relación con las exigencias pulsionales. Es llamativo que Miller hable del tema y remita a nuestro planteo de los niños amos. La gloria se refiere a la resistencia solitaria a las exigencias del Otro solo contra todos. Este símbolo de gloria fuerza al sujeto a igualarse en el espejismo de su omnipotencia.
En estos casos es claro que – según esta dialéctica – hay una relación especular que soporta las identificaciones imaginarias. Los niños amos no se encuentran con el objeto-mirada, no se relacionan con el enigma del deseo del Otro y pretenden tener la mirada del otro como prótesis: ser mirados. Investidos del significante a veces imaginarizado que los representa, giran en escenas repetitivas que a veces se transforman en su destino.
Los padres quedan en posición de testigos de esos excesos, de esa lucha infinita por separarse del Otro. Son niños que dan prueba de prepotencia y omnipotencia todo el tiempo.
Toda cadena significante (si es que se presenta) espera la voz del Otro: «¿que me dirá, qué me espera, qué será de mí?» y lo que es de mi ser como indecible. La voz en el campo del Otro es aquello que los ata, y en estos niños pareciera no ceder a la espera del Otro.
La pulsión – en su trayecto en relación al Otro – es lo que de alguna forma entró en cortocircuito. Puede darse que estos niños se identifiquen con el objeto, se apoderen de un significante y con ello intenten separarse de él, quedando ese yo ligado al goce pulsional. Ese cortocircuito no los hace pasar por el Otro y no se termina de circunscribir el objeto, sosteniendo el goce pulsional.
Un caso de Marcela Negro trata de un niño que no presta atención, pega, trata a los adultos como pares, sin registro del peligro, angustia o arrepentimiento. Toma unos dinosaurios y roba comida «para saber qué gusto tiene la comida del otro». Ante la intervención «así no puede respirar», cuando en el juego sólo se trata de devorar, cada vez más y llenándose la cara, R responde: «Tiene que lavarse los dientes para sacarse comida. Necesito ayuda». El juego se transforma en «hacer recetas». Introduce algo nuevo: «Dino come, ataca porque es malo, te pinto como monstruo para que los chicos te tengan miedo. A: «Asustás en el colegio porque tenés miedo». R: «todos los chicos tenían un plan malvado, menos yo. Si te besa el monstruo, te convierte en monstruo». A: «Esas cosas de miedo que decís son pensamientos.» R: «Quiero comer, dame comida». A: «La boca acá es para hablar». Dibuja un nene con una sonrisa y luego lo transforma, dice: «los zombis comen. Para que no me coman me hago el zombi». A: «para no ser zombi hay que hablar». R: «Cómo se borra algo de la cabeza?» A: «Contando el pensamiento». R: «Tengo pesadillas: Ben 10 iba a una basura, comía y se transformaba en zombi. Transformaba a otros en zombis, después venían por mí. Yo les decía no, no, pero me transformaban igual». Viene cabizbajo y dice: «le pegué a J, el impulso humano…». A: «Tiene que ver con pensamientos, pero pueden estar equivocados». R: «Los pensamientos son una tontería, no significan nada». A: «Pero me dejan solo cuando los hago en impulsos». R: «Poné mi nombre, voy a firmar». Cuando las palabras se disparaban enloqueciéndolo («loca te voy a destruir, caca, Marcela de mierda»), la analista propuso guardarlas en una caja que R llamó «de las malas palabras». Eso acotó la agitación, iniciando nuevos juegos: desarmar lapiceras «muertas» reconstruyéndolas de manera inventada para que funcionen, hacer un collar con clips, ponerle marca a los objetos.
El primer período muestra la pulsión al desnudo. Luego se observa cómo R lleva a cabo un trabajo con la pulsión desde aquello que lo satisface hasta el intento de vaciamiento. Pone un velo: las recetas de cocinero. Luego, la pulsión se anuda a significantes, lo que permite construir algo del orden del ser: hacerse el zombi. Después, el zombi quedó acotado a la aparición de determinadas palabras que disparaban su enloquecimiento. Encerrarlas permitió sustraerlas del pensamiento y así no ser forzado a hacer de zombi permanentemente.
Madre – Niño Amo
La clínica con estos niños no bautizados por el significante amo nos hace centrar nuestra investigación en la relación con la madre. Aquí podríamos seguir el trayecto que se abre en la dialéctica imaginaria – por el deseo fusionante de la madre de los años 60 – para destacar:
Niños caprichosos: resistentes a la racionalización, muestran que el yo quiero es anterior al yo pienso. Como dice J. A. Miller[2], la belleza del capricho es que él asume como propia la voluntad que lo mueve. «Quiero aquello que me pulsiona, soy yo quien lo quiere». Los niños amos creen ser artesanos de su propio destino, pero no saben cuán comandados están por no reconocer las marcas del Otro
El capricho que creen suyo es el capricho materno; esto permitió trabajar las patologías en la demanda. Como dice Lacan, la omnipotencia del niño es la omnipotencia de la madre.
El acogimiento de todo niño por el Otro primordial tiene varios órdenes:
- parte del lenguaje;
- los objetos son puestos en el intercambio;
- los cuerpos en juego;
- todo esto constituye una pequeña historia infantil que le permite tratar la lengua que él padece.
- la soledad de lo pulsional.
El modo de presentarse del niño es siempre enigmático y esa dimensión de enigma puede generar un efecto de angustia. En tanto el bebé no habla, se presta a encarnar una voluntad imperativa. Es la madre la que acusará recibo, la que transformará un grito en un llamado y podrá o no hacer algo con ello. La invención por excelencia es que ella le habla una lengua que llamamos materna, y la experiencia analítica muestra su importancia en el desciframiento de los modos de goce de un sujeto. La lengua materna nombra a su manera este intercambio.
En estos niños falla el modo en que fueron alojados con relación a la lengua, que aparece en el encuentro con el niño y nombra la relación con los objetos en su cuerpo.
En estas madres tan narcisistas encontramos un mutismo respecto del lugar libidinal de estos niños (en general muy circunscriptas a su propia libido), y la dificultad para transmitir esta lengua. Cuando la madre o el niño deben dar algo que creen que es propio, ninguno cede e irrumpe lo pulsional: la parte de la soledad de la pulsión desmesurada atrae hacia ella a la mayoría de los objetos de intercambio. Estamos también ante la presencia de leyes tiranas en el niño. Él entra como devorado, rechazado, sometido a ruidos ensordecedores, o siente su cuerpo cortado en pedazos que no existen sino en su cabeza.
Si hay un intercambio entre los objetos y la lengua, la marca de la presencia del objeto tan singular es lo que llamamos las preferencias, los gustos, la defensa contra ese objeto sexual freudiano. En estos niños la defensa es la indiferencia o el disgusto y se producen malentendidos cuando se introduce el pedido con los objetos de la pulsión más allá de la necesidad.
Se constata que la atención de estos niños se encuentra fijada sobre la libido de la madre, lo que falla es la libidinización. Actualizar la pareja sintomática del niño y su madre es posible si articulamos la agitación pulsional con la estática del fantasma materno[3].
Cada viñeta clínica hace figurar a la pareja que forman el niño dinamita y la madre exacerbada.
Facundo desmonta un stand en un supermercado con un movimiento preciso, mientras su madre obsesionada elige cada verdura por su excelencia.
Matías, tres años. Desde su cochecito y con su chupete que se saca para dar órdenes, obliga a las mujeres que lo rodean a jugar al fútbol sin cesar. (Oficio de su padre: selección de futbolistas). La madre de Matías lo trae asustada porque teme que Matías sea esquizofrénico como el hermano mayor de ella.
Del semejante al semblante
En el parlêtre cuerpo y espacio se constituyen correlativamente; por un lado identificación y completud; por el otro la pulsión. Retomando a Caillois, mientras para Lacan el señuelo captura por completo al animal, en relación a estos niños nos preguntamos: ¿Qué es lo que los captura? No se trata de la tentación ejercida por el espacio, sí la confusión con el medio y la pérdida del sentimiento de la vida que llega hasta la despersonalización.
El niño amo se las arregla cuando no hay resonancia corporal de la palabra, cuando no están puestos en función el cuerpo (I) y el lenguaje (S). Lo real, entonces, tampoco está como tercero que los anuda y soporta el esquema de la resonancia para que (I) y (S) se mantengan juntos, intersección que fabrica el sentido y los semblantes.
Miller retoma el estatuto imaginario del goce: imagen y cuerpo. Mientras el mimetismo pone en continuidad imaginario y real, el semblante sí articula imaginario y simbólico.
Lacan introduce el parlêtre, le atribuye un ser de semblante y le atribuye el parecer. El signo de la época moderna – el semblante – es lo que aparece de lo que es. Como dice Miller[4], se podría decir, disimular, en el sentido de no dejar traslucir nada. En «Los desengañados se engañan» o «Los nombres del padre», Miller trabaja a los desengañados de los semblantes. Creen poder prescindir de ellos, y sin embargo no utilizar los semblantes es estar engañado de otra manera. ¿Podemos pensar este tema en los niños amos? Creemos que sí, porque el pasaje de semejante a semblante va a ser muy útil en la dirección de la cura. Cuando un niño arma su yo en función del semejante, recubre lo real. Cuando se encuentra con otro semejante con la imagen de algo completo (hermanos, amigos y otros) aparecen el resentimiento y la agresividad ambivalente que pasan a la envidia y al celo del prójimo.
¿Qué es el semblante en el niño? El semblante soporta lo simbólico para rebotar en el fantasma, lo que se produce en la cura de estos niños. El semblante sale de la cooptación imaginaria, el niño amo niega la división pulsional y restaura al mismo tiempo al semejante, que es el supuesto completo. En el recorte que hace Adela Fryd M (Matías de 4 años) tiene encuentros con su madre a través de los cuentos de terror que ella contaba con mucha gracia. Un día M esconde una joya muy valiosa de su madre y se dan cuenta que él la había escondido. Tiempo después M se cuelga por la baranda de una escalera, pasa su madre y le dice «mirame mamá».
En las sesiones él decía que escribía una historia (él no sabe escribir). Le pido que me cuente y solo repite «Sangre fría». A: «Cómo es eso, qué escribiste? Contamelo»
M: «Uno venía y le cortaba con un cuchillo y le salía la sangre». El analista es un semejante y él se coloca como estando frente a un ideal, que escucha su relato en relación al ideal materno. El real no puede ser aprendido. Una vez acontecido el acting frente a la madre (con su estilo de asustar como lazo al otro y de una manera muy riesgosa que logra la mirada en éxtasis de su madre), le digo que efectivamente él era un objeto precioso. Luego aparece por primera vez el comienzo de un juego, aquello que se soporta y rebota en un fantasma. M dice: «yo no existo, vos buscame pero no me ves, no me encontras». Hago semblante de no verlo. Esta vez el sujeto imaginariza el semblante a partir de la identificación a ser como que no es visto, un falso semblante. Si bien se sigue evitando la castración es un paso más en la cura.
Cuerpos en movimiento
Niño amo que se mueve, que se agita. Que corre en todos los sentidos. La clínica – que coloca en valor al cuerpo como un puro objeto pulsional – subraya el carácter acéfalo de la pulsión, la ausencia de intencionalidad y de identidad subjetiva. Podríamos hablar de una clínica del cuerpo en movimiento. Esta clínica del cuerpo es ciertamente opuesta a la estática del fantasma, porque lo que se descifra se descifra como goce. Las necesidades no se satisfacen sino por movimientos sin ritmo, sin trayecto. La excitación maníaca por rechazo del objeto a, hace del sujeto la proa del lenguaje en un deslizamiento interminable y metonímico, vertiente mortal de la excitación.
¿Cómo respondemos con nuestra práctica? ¿Cómo pasar de él como objeto a lo vivo de la lengua? ¿Cómo hacerlos respirar allí donde el goce sofoca?
En estos niños hay respuestas que constituyen comportamientos; no son síntomas, que siempre implican sustitución. Los problemas que encontramos son problemas de goce, no disociados de lo que el niño es como objeto para el Otro. En los niños con síntomas vemos cómo el decir de la lengua resonó y cómo eligen ese rasgo que muestra su elección de goce. Pero estos comportamientos -romper, pelearse o un «no» absoluto- son elaboraciones de una respuesta. Pareciera que no, pero un analista puede ayudar siguiéndolo en la construcción de una respuesta que muestre al Otro de una manera diferente.
En algunos de estos niños no hay marca, en otros habrá un S1 y en otros una nebulosa. Se tratará de despejar o de inventar algo de la lengua que no se transmitió. Eso que se dio o no se dio puede presentarse en el dispositivo. Se trata de poner orden en esta nebulosa de signos.
Veremos el caso de Patricia Moraga. Describe una cura con Franco, que tiene un hermano mellizo Bruno. Franco no acepta los límites, el no. Su padre no tiene autoridad con él, le pone penitencias y no las cumple. Corre sin parar y cruza las calles. Ha prendido fuego colchones y roto vidrios. Tiene dificultades para separarse del padre y de su hermano. Sólo juega con éste y con un muñeco de Batman que lo acompaña a todos lados. La madre tiene una hermana melliza. Dice que eligió a Franco por ser el más grande, nadie lo iba a querer. A ella le pasó lo mismo con su hermana. Siempre tuvo predilección por Franco, hasta que a los dos años descubre al otro mellizo. Tiene una pesadilla donde se cae con su madre en el desagüe. Cuando pasean solos le advierte a su mamá «cuidado con los desagües». En las sesiones dice «¿quién es el más alto, el más fuerte?» Concluye: «Batman es el más alto, el más fuerte de todos». Dice que tiene tres padres: el abuelo M, el abuelo C y su padre.
A: «¿Con uno no alcanza?». F:»No, no sé si con uno alcanza».
En la tercera entrevista pregunta por las partes que faltan de las vías de un tren y le reprocha a la analista haberlas perdido. Juega a ser el más grande. Batman lucha contra todos y siempre vence. Él es «el más grande». El más grande está solo. Se ubica en un lugar alto y dice «mirame». La analista toma los juguetes pero le sustrae la mirada. Entonces dice: «tengo un secreto».
Luego «¿no te gusto?, soy el más grande». Concentrada en el juego la analista dice «¿Y qué tiene ser el más grande?». Tras un momento de vacilación toma un alhajero y dice «¿de quién es esta princesa?» Batman (Franco) y el hombre araña (la analista) quieren la joya. El hombre araña toma a la princesa y se la lleva. Franco grita, la analista le dice «no te la voy a dar» y la guarda. En otra sesión, frente a una escena en la que amenaza con matar al hombre araña si la princesa no se va con él, la analista hace hablar a la princesa diciendo «no sé pero lo quiero, por más que lo mates lo quiero». Franco se ríe. Aparecen el Otro y el saber. Quiere saber, pregunta por los libros de Freud. Hace un garabato. Va a buscar a la princesa guardada en un alhajero y dice «vamos a jugar al objeto perdido». El objeto perdido es un papelito con un garabato. Hace una cueva y dice «vos no podés entrar porque sos más grande, esta cueva es para chicos». «Los chicos no pueden todo, los grandes tampoco. Con Franco vemos cómo se trata de seguirlo en ese bombardeo de actitudes y palabras, que lo llevarán a ubicar su posición frente al Otro y le darán otro lugar. Él debía ser el más grande, el mejor, para reafirmar la fantasmática materna. Su padre – aunque intervenía – lo hacía desde un lugar muy par.
En estos casos, como dice Lacan, hace falta que estén el cuerpo y la noción de interpretación como perturbación que moviliza algo del cuerpo, lo que no ocurre cuando se traduce un texto. Allí intervienen el tono, la voz y el acento, hasta el gesto y la mirada. Aunque sea atiborrada, se trata de tomar en serio su respuesta; no comprenderlo ni encerrarlo en un sentido que no es el suyo, sino que aparezca algo que quizás no estaba.
Se tratará de captar la lengua propia del niño y de insertarlo en una secuencia que de cuenta de él. Encontrándonos con un sujeto en el cual los significantes aparecen sin intervalos, podremos despejar algo de la lengua materna que no se produjo en ese lazo por una falla en la transmisión.
La clínica muestra que si se cede un poco ese goce narcisista, el vacío generado podrá engancharlo al significante que resuena con la pulsión. Esto se ve muy bien en caso de Franco donde se sitúan un S1 amo, la extracción de un objeto, mirada, el vacío, la joya y la puesta en juego de un saber ficcional como invención del objeto.
Notas
- La experiencia de lo Real en Psicoanálisis. J. A. Miller. Cap. VIII
- Serge Cottet. L’ingconscinent de papa et le notre. Contribution a la clinique Lacanienne Editions Michele, Paris, 2012.
- Serge Cottet. L’ingconscinent de papa et le notre. Contribution a la clinique Lacanienne Editions Michele, Paris, 2012.
- De la Naturaleza de los Semblantes. J. Alan Miller
Bibliografía
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- Lacan, J., (2012) «Nota sobre el niño» en Otros Escritos. Bs. As.: Paidós.
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