Considerar el cuerpo al final del análisis nos impone ciertas consideraciones previas, aunque supone que hay dos cuerpos o, por lo menos, dos realidades del cuerpo: una al principio del análisis y otra al final del análisis.

La experiencia analítica comienza por un encuentro, un encuentro de dos cuerpos. Está el cuerpo del analista y está el cuerpo del paciente. Al menos hasta hoy, no se puede pensar la práctica psicoanalítica fuera de dicho encuentro. Dicho encuentro de cuerpos dio como resultado el nacimiento de lo que constituye, según los términos de Freud, el pivote alrededor del cual se ordena todo un análisis, es decir, la transferencia. La transferencia, la cual constituye -como lo indicó Lacan- uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.

Freud aceptó las consecuencias de dicho encuentro, y lo que éste podía despertar, es decir: el amor. Que se lo haya llamado amor de transferencia no lo sustrae ni reduce la importancia de dicho amor. Se trata de un amor verdadero, con lo que esto conlleva de decepción y de creación. La decepción, marcada por una prohibición, y la creación, marcada por la emergencia del inconsciente como posible.

Freud fue solicitado por ciertas pacientes que padecían de síntomas corporales los cuales se resistían a toda intervención, a toda tentativa de curación. Dichas manifestaciones corporales fueron calificadas por Freud como satisfacciones sustitutivas cuya significación escapaba a la consideración de sus pacientes. Es decir, que ellos introducían un agujero en el saber. Ellas no sabían por qué sufrían de dichas manifestaciones corporales. Al sufrimiento del síntoma se adicionaba un no saber, produciendo así una división entre el sujeto y el ser. La apuesta freudiana fue considerar que dichas manifestaciones corporales tenían un sentido, y que era este sentido el que escapaba al suj eto.

En la búsqueda de la verdad del síntoma, Freud utilizó el procedimiento que bien conocemos y que es el de hacer hablar a sus pacientes. Conocemos los resultados de dicha operación: por un lado, la desaparición del síntoma y, por otro, la puesta en evidencia de que el cuerpo humano era un lugar de inscripción; el lugar donde se inscribía, por la vía del síntoma, aquello que se rechazaba como idea. El cuerpo, entonces, adquiere a partir de Freud una nueva definición.

El cuerpo como lugar de inscripción recorre toda la obra de Freud. No sería abusivo recorrer toda su obra y poner de relieve que los diferentes momentos de su conceptualización están marcados por lo que llamaré «los diferentes momentos del cuerpo». Veamos algunos hitos:

El niño definido como un «perverso polimorfo» es el primer ejemplo. Todo el cuerpo del niño y, fundamentalmente, sus zonas erógenas, pone en evidencia la importancia que Freud le dio a la superficie corporal y a sus agujeros. Que el perverso polimorfo se civilice no es otra cosa que la consecuencia de los efectos de una amenaza, de castración, una amenaza sobre una parte del cuerpo. Para la niña, el descubrimiento de la ausencia de pene ordena su subjetividad.

Más adelante, Freud define al «yo» a partir de la superficie corporal. El yo no es la conciencia de sí mismo sino el reflejo unificado del cuerpo que le permite hacer de su imagen su yo.

Otro hito importante lo encontramos en el caso Juanito, donde la irrupción de una erección pone en jaque la idea de sí mismo, al punto de no poder reconocerse él mismo en su propio cuerpo, lo que Freud llamó una castración del ser.

Cuando intentó incursionar en el enigma de la feminidad, se refirió en primer lugar en las consecuencias subjetivas de la diferencia anatómica de los sexos.

En su tentativa de ordenar los avatares de la pulsión y su destino, no dudó un sólo instante en ligar estrechamente pulsión y cuerpo, haciendo del cuerpo el receptáculo del mundo pulsional. Para Freud, el cuerpo era un lugar de inscripción de lo que hoy llamamos el goce y el inconsciente.

A los fines de diferenciar el cuerpo del psicoanálisis y el cuerpo de la biología, indicó, en 1915, la imposibilidad absoluta de una localización del inconsciente en el cerebro o en la biología «tradicional». El cuerpo, para Freud, es el cuerpo marcado, estigmatizado por la satisfacción sustitutiva y los efectos del lenguaje sobre él.

Es en el cuerpo y su destino donde Freud inscribió el real de la muerte. Por un lado, postuló que no había representación de la muerte en el inconsciente y que la dimensión temporal no operaba sobre el orden de representación. Sin embargo, el tiempo y la muerte se inscriben en el cuerpo independientemente de toda ilusión de infinitud, como lo pone en evidencia el análisis de Signorelli. El sentido de la vida, ligado al declive de la función sexual, se inscribe en el cuerpo de tal manera que es el orden mismo del sentido el que se encuentra alterado por dicho acontecimiento.

En este rápido recorrido de lo que son ideas directrices del pensamiento de Freud, la pregunta sobre el cuerpo y el fin del análisis adquiere toda su importancia.

Ya no somos más freudianos, sin embargo, podemos trazar a partir de hoy una línea que nos permitiría pensar en lo que llamaré «una ética del fin del análisis a partir de Freud». Están los efectos terapéuticos -el cuerpo liberado de los síntomas-, y están también los efectos analíticos, es decir, el destino de la satisfacción, de la fuerza pulsional, del nombre de la pulsión que conlleva en sí mismo un imposible. La realización del sujeto pulsional encuentra sus límites en aquello que no se puede inscribir. El cuerpo y sus avatares ponen un término, un punto infranqueable al deslizamiento sin fin del sentido.

La sublimación no resuelve ni reduce completamente el real de la finitud. Si Freud hizo de la religión una ilusión, es para señalar al mismo tiempo que más acá y más allá de todo orden de determinación, el sujeto es responsable siempre de su destino. Su muerte programada y anticipada lo demuestra.

Freud, si lo leemos atentamente, no quiere liberar al sujeto del inconsciente, sino que hace del inconsciente mismo el lugar donde el sujeto puede escribir su nombre, un nombre diferente al heredado, un nombre producto de su análisis. Este nombre, en Freud, adquiere su forma bajo el título: «usted ya lo sabía». Seguramente es de ese saber ya sabido que el sujeto debe hacerse cargo.

Dijimos anteriormente que ya no éramos más freudianos, en el sentido de que el real en juego no es el mismo.

La pregunta que nos guía será la misma: «el cuerpo al final del análisis».

Hay una teoría del cuerpo y sus avatares en Lacan desde el inicio de su enseñanza, como lo demuestra su texto «El estadio del espejo» de 1936, y retomado nuevamente en 1949 bajo el título de «El estadio del espejo como formador de la función del yo, tal como nos es revelado en la experiencia psicoanalítica«.

Dicho texto pone en evidencia -como él lo indica- el trayecto que va de la percepción del propio cuerpo a la constitución del yo. De dicho trayecto el sujeto no se olvida, ya que éste se nos revela, como dice Lacan, en la experiencia analítica misma. En ella se pone en evidencia las incidencias subjetivas del descubrimiento, no solamente de la imagen corporal, sino también de los puntos de fijación libidinal que acompañaron en secreto dicho descubrimiento.

Lacan hizo del estadio del espejo y de su constitución definitiva el registro fundamental e inamovible de lo que llamaré la tópica lacaniana, es decir: real, simbólico e imaginario.

El registro imaginario, que reduzco hoy -a los efectos de nuestra elaboración- a la relación del sujeto con su cuerpo, no ha sufrido en Lacan ninguna modificación. Él mantiene a lo largo de toda su obra la forma del registro imaginario tal como la consideró desde su inicio, no así la de los registros real y simbólico, los cuales han sufrido múltiples redefiniciones a lo largo de toda su enseñanza.

El rasgo fundamental que caracteriza al registro imaginario es su consistencia, su solidez; a tal punto que en un momento dado Lacan consideró que el objetivo del análisis era la absorción de lo imaginario por lo simbólico. Aún más, el trabajo analítico era considerado como la tentativa de romper la consistencia imaginaria mediante lo simbólico a los efectos de hacer emerger el inconsciente; el llamado esquema L lo demuestra. El esquema L pone en evidencia la necesidad del atravesamiento de dicho registro para la emergencia del sujeto como producto de la determinación significante.

Dicha proposición se encuentra reducida frente al hecho de que el significante no puede absorber el todo, que la consistencia no puede reducirse completamente, que no todo puede pasar al significante, que hay un resto que escapa a la significación.

Dicha constatación es el primer movimiento de reducción de la importancia del registro simbólico que, en el curso de su enseñanza, va a traducirse por la pluralización del significante del Nombre del Padre, y más tarde por la homogenización de los tres registros: real, simbólico e imaginario, es decir, por atribuirle a los tres el mismo valor.

Si durante la primera época, lo que hoy llamamos el registro de lo real, tendió a confundirse con la realidad; a medida en que avanza en su enseñanza, éste se acerca paulatina y definitivamente a «lo que no se puede significar».

En esos movimientos conceptuales, producto de la práctica, Lacan pasa de un cuerpo definido por su relación con el significante, es decir, la marca del significante sobre el cuerpo, a un cuerpo no solamente marcado por el significante sino un cuerpo como superficie de inscripción del goce. Es decir, tenemos en Lacan dos ideas o nociones del cuerpo.

Independientemente de las manifestaciones de dicha constatación, el problema es las consecuencias de dicho hecho.

Si la consistencia imaginaria del esquema L permitía asegurar, por su atravesamiento, el advenimiento del orden de determinación del sujeto, es decir, del inconsciente, el problema que hemos planteado ya hace mucho tiempo es el del advenimiento del inconsciente cuando la inconsistencia imaginaria es manifiesta; es decir, cuando la relación del sujeto con el cuerpo no está sometida a las leyes del significante. O sea, cuando nos encontramos frente a un goce que se inscribe en el cuerpo y que no tiene historia; es decir, un goce sin nombre y apellido, un goce puro del cual el sujeto no es otra cosa que el testigo de su existencia.

El testigo de la existencia de un goce sin nombre nos ha llevado, hace ya muchos años, a considerar lo que nos permitimos llamar «las nuevas formas del síntoma», cuya característica principal era la de poner de relieve el carácter de solución que encontraba el sujeto en su comportamiento ante el embate de un goce sin nombre.

El goce sin nombre lleva a Lacan a reconsiderar la relación entre signo y significante. Tenemos, por un lado, los signos del goce desordenados y, por otro, el significante como aquello que permite ordenar dichos signos. Ya no se trata del significante que reduce el registro imaginario sino del significante como el que ordena, nombra dichos signos.

La operación analítica consiste, bajo esta óptica, en esta orientación, en sintomatizar el goce, es decir, introducir una división. O sea, introducir en la arquitectura única del goce la inconsistencia que produce el significante.

La tópica borromeana es la tentativa de Lacan de construir un Otro allí donde el Otro no existe. He aquí el punto que nos llevará a intentar responder a la pregunta inicial sobre «el cuerpo al final del análisis».

En las líneas precedentes describíamos los signos del goce en su aspecto más extremo, es decir, fuera de toda subjetivación. Sin embargo, dicho fenómeno existe, se manifiesta, se presenta en todo análisis.

Analizar hoy, ¿qué implica? Implica considerar que los signos del goce son propios a la estructura significante, es decir, que son constitutivos del sujeto mismo.

Partimos de esta premisa: todo análisis comienza por el síntoma, sin él no hay análisis posible.

En sus conferencias en los Estados Unidos, Lacan puso de relieve que la función de las entrevistas previas a un análisis era la poner nombre al síntoma; él forzaba las cosas para que esto fuera posible como condición del análisis, y nunca modificó esta posición.

Sin embargo, bien sabemos que hoy en día muchos son los casos que se presentan al analista bajo la forma que se dio en llamar: «las formas veladas de la demanda». Esto no implica que haya que renunciar al síntoma. ¿Por qué? Porque sin síntoma no hay análisis posible.

Al principio hay necesariamente un síntoma. Y más allá de las particularidades de cada síntoma, el cuerpo, en el análisis, padece del encuentro con el significante analítico, es decir, con el significante producido al interior del amor de transferencia.

Hay una ilusión, la de un cuerpo vaciado de goce. No es de hoy dicha ilusión. Lacan denunció esto cuando se refería al entusiasmo platónico en tanto considera a un sujeto vaciado de goce, es decir, un sujeto no dividido.

No es la proposición analítica, muy por el contrario. La proposición analítica actual, la nuestra, parte de un principio: no todo puede reducirse al significante, hay un irreductible. Dicho irreductible está tanto al principio como al final del análisis. La diferencia esencial está en el lugar que ocupa en la tríada real, simbólico, imaginario. Es decir, si ocupa el número uno, el dos o el tres, dado que el orden de los tres registros cuenta, siendo el que ocupa la segunda posición el que funciona como agente que sostiene los otros dos. Si al principio del análisis la consistencia imaginaria era la que soportaba lo real y lo simbólico, es de esperar que al final dicha consistencia se desplace, hacia la derecha o hacia la izquierda. O sea, no que cambie de valor sino que cambie de posición, ya que es la posición lo que determina la significación.

Al final del análisis puede producirse una redefinición del cuerpo, no ya como nombre del goce sino como definición del ser.

Está el ser que se manifiesta en el cuerpo como no saber, es el caso Juanito; y está el ser al final del análisis que puede extraer un nombre a partir de la modalidad de los signos del goce. Es decir, el pasaje de lo inédito del goce del cuerpo a lo editado como nombre nuevo.

En 1975, Lacan nos incitaba a releer el caso Juanito a los efectos de sacar todas las enseñanzas del mismo. Este texto, producido por nuestro grupo de trabajo, intenta seguir, en la medida de lo posible, dicha indicación.

El equipo de trabajo está integrado por: Damasia Amadeo de Freda, Estela Cao, Facundo Chamorro, Pilar Corsiglia, Marcelo Curros, María Consuelo Diez, Yoheni Gonzalez Payán, Tamara Lizevsky, Hugo Martinez y Diego Tagliaferri.


Bibliografía[Bibliografía del trabajo elaborado por Alba Alfaro (NEL-Maracaibo), Alfonso Gushiken (NEL-Lima), Gloria González (NEL-Bogotá), Gerardo Réquiz (NEL-Caracas) y Juan Fernando Pérez (NEL-Medellín, redactor)]

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    (En este número, en la sección indicada bajo el título «La Escuela con y sin el pase», figuran los testimonios de Florencia Dassen «Una mirada rasgada» y Aníbal Laserre «Abrir la puerta…», además de una discusión sobre los mismos entre analistas de la EOL, además de J.-A. Miller).
  • AMP (varios autores). El orden simbólico en el siglo XXI. No es más lo que era ¿qué consecuencias para la cura? Volumen del VIII Congreso de la AMP. Grama, Buenos Aires, 2012.
    (En este volumen figuran diversos testimonios de pase considerados, de una u otra forma, en la elaboración de este trabajo –de Guy Briole, Sonia Chiraco, Silvia Salman, Ana Lysy y Gustavo Stiglitz, en especial–. También figuran allí una conversación de los carteles del pase y otros textos tenidos en cuenta en el informe que aquí se presenta).
  • Bassols, M. y otros. «Informe conclusivo del cartel 2». En Lacaniana 12 (abril del 2012; publicación de la EOL), Buenos Aires, 2012. pp. 137-148.
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  • Cottet, S. y otros. «Informe conclusivo del cartel 1». En Lacaniana 12 (abril del 2012; publicación de la EOL), Buenos Aires, 2012. pp. 133-138.
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  • Freud, Sigmund. «Análisis terminable e interminable».
  • Fuentes, Araceli. «El relieve de la voz» (reseña de presentación de testimonio bajo ese título). En http://www.blogelp.com/index.php/cronica-testimonio-sobre-el-pase
  • Fuentes, Araceli. «Sobre la satisfacción al final del análisis». En Freudiana (Revista de la ELP) 58, enero-abril 2010. ELP, Barcelona. pp. 89-92.
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