Belo Horizonte: un nuevo imaginario de ciudad
La arquitecta minera Isabela Vecci nos cuenta sobre una Belo Horizonte que puede leerse a partir de su arquitectura, al inscribirse entre lo moderno y el modernismo. Isabela nos ofrece un panorama histórico de nuestra ciudad.
Belo Horizonte nació de un gesto de ruptura: una ciudad planificada, construida para reemplazar a la antigua capital, Ouro Preto, como símbolo de modernidad y progreso republicano. Esta construcción ignoró casi por completo lo que existía antes, en un movimiento de “pasar por arriba” típico de las llamadas “tablas rasas” urbanísticas. En los primeros años del siglo XX, la ciudad creció de manera controlada, pero pronto empezó a expandirse sin grandes actualizaciones en sus registros catastrales. Recién con la llegada de Juscelino Kubitschek a la alcaldía, en la década de 1940, inició una nueva etapa en la historia arquitectónica de la capital minera.
JK, en su entonces intendente designado —y no electo—, representaba una figura peculiar. De origen humilde, tuvo acceso a círculos sociales más elevados gracias al prestigio de su madre, que era profesora. Recibió una sólida formación, estudió medicina, pero fue en la política donde se destacó. Y fue en Belo Horizonte donde empezó a dejar su marca, con acciones urbanas y culturales audaces, impulsadas por el deseo de modernizar y transformar la ciudad en un centro vibrante.
Una de sus primeras acciones fue ordenar un nuevo relevamiento catastral de toda la ciudad, algo que no se hacía desde su fundación. Estos mapas, sumamente detallados, ayudaron a comprender la ocupación y el crecimiento urbano de BH. Pero fue en el barrio de la Pampulha donde JK dio un salto hacia el futuro —y hacia el modernismo brasileño—.
La región de la Pampulha, originalmente concebida como área de abastecimiento de agua, fue reinventada como espacio de ocio y residencia. JK quería allí un conjunto arquitectónico que representara un nuevo tiempo: algo moderno, festivo, innovador. Para ello, promovió un concurso para el proyecto de un casino, además de un hotel, pero no le agradó el resultado. Consideró la propuesta anticuada, parecida a las viejas construcciones de Petrópolis. Fue entonces cuando, por indicación de Rodrigo Melo Franco de Andrade, convocó a un joven arquitecto carioca que comenzaba a destacarse: Oscar Niemeyer.
Niemeyer creó, en tiempo récord, un proyecto para el Casino de la Pampulha que encantó a JK. Allí nació una colaboración duradera, marcada por la confianza, la libertad creativa y una visión común de futuro. JK respaldó a Niemeyer en todo. El resultado fue un conjunto arquitectónico que incluye el Casino (hoy Museo de Arte de la Pampulha), la Casa do Baile, la Iglesia de San Francisco de Asís y el Iate Tênis Clube: obras que hoy son íconos del modernismo brasileño.
La estética de Niemeyer subvertía los estándares del arquitecto suizo Le Corbusier, con quien dialogaba. Si Corbusier defendía los cinco puntos de la nueva arquitectura —pilotis, planta libre, fachada libre, ventanas en cinta y terraza-jardín—, Niemeyer añadía la curva, el gesto plástico, la emoción espacial. Para él, el hormigón armado no era solo un material, sino una oportunidad de escultura habitable. La Iglesia de la Pampulha es un ejemplo extremo: una estructura que es al mismo tiempo pared y techo, que se pliega como una parábola montañosa. Una arquitectura que se mueve, que se vive como una promenade architecturale, un recorrido sensorial, casi cinematográfico.
Sin embargo, a pesar de su genialidad e innovación, la recepción local no fue inmediata. La propia Iglesia de la Pampulha tardó décadas en ser consagrada, en parte por las pinturas de Portinari, que incluían un perro —algo considerado inadecuado por los religiosos de la época—. La élite belo-horizontina, más tradicional, no se identificaba con aquella estética modernista. El modernismo allí, a diferencia de lo ocurrido en Cataguases, no llegó a masificarse. Faltó una élite cultural más audaz, capaz de absorber y reproducir el nuevo modelo arquitectónico.
Aun así, Niemeyer sembró semillas. Aunque Belo Horizonte no sea, en su totalidad, una ciudad modernista, sí es moderna: por haber sido planificada, por haber experimentado momentos intensos de innovación. La Pampulha sigue siendo una joya arquitectónica, a pesar del abandono y del cierre de espacios importantes, como el propio Museo de Arte de la Pampulha.
La producción de Niemeyer en Belo Horizonte es mayoritariamente pública, fruto de la audacia de un político visionario. Niemeyer no era urbanista, como Lúcio Costa; su foco estaba en la edificación, en la forma, en la escultura habitable. Y fue en esta ciudad donde, aún joven, tuvo plena libertad para crear, y lo hizo con genialidad.
Hoy, la Pampulha es reconocida como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Y la presencia de visitantes ilustres, como la arquitecta Zaha Hadid, que se emocionó al visitar el conjunto en 1991, muestra que el valor de la obra de Niemeyer va mucho más allá de las fronteras brasileñas. Representa un momento raro en el que arquitectura, política y arte se encontraron para construir un nuevo imaginario de ciudad —aunque esa ciudad, en su conjunto, haya resistido a transformarse por completo.

Créditos foto: Bárbara Dutra