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CONCEBIR UN NIÑO[1]

Christiane Alberti[2]

Concebir

El título que ustedes le han dado a estas Jornadas[3] llama la atención de inmediato porque es moderno, a la vanguardia de la actualidad.

En efecto, elegir el término «concebir» conlleva ya algunas consecuencias que merecen ser señaladas.

La palabra misma concebir interpela cuando se considera su origen latino, Concipere: «contener completamente», de donde proviene: formar en sí mismo un niño. Así, la palabra fue introducida inicialmente para «formar un niño en sí mismo» y, simultáneamente, en un sentido intelectual, para «representárselo en el pensamiento».

Desde su origen, el término concebir implica tanto contener en sí mismo un niño como representárselo: contener, en el sentido físico de llevarlo durante el embarazo, y representárselo, imaginarlo.

Estos dos componentes son muy actuales, tanto la importancia contemporánea de «llevar en el vientre», como las ficciones que varían al infinito sobre la concepción del niño.

Por eso subrayo su modernidad. Este término evoca todas las ficciones contemporáneas sobre el parto, sobre engendrar un niño, en el sentido de todos los escenarios posibles que florecieron alrededor del nacimiento de un niño, que muestran que la imaginación humana es sin límites. Asistimos así a los escenarios más locos, en el sentido de más libres, pero sabemos que es una libertad mortal (el loco es el hombre libre). Y al mismo tiempo, y este es el punto esencial a mi modo de ver, la exigencia contemporánea del derecho a concebir un niño según una equivalencia: «puedo, por lo tanto, tengo derecho, y debo».

En la época de la igualdad entre los sexos y de las separaciones, la familia está claramente absorbida por el derecho. Este evoluciona según las ficciones de cada uno y se convierte en un lugar de experimentación. Serge Cottet hablaba de la «novela familiar de los padres», invocando el fantasma camuflado por las ciencias sociales bajo el vocabulario de la innovación.

Por lo tanto, es una banalidad decir que la familia cambia: siempre se presenta como moderna y renovada. Sin embargo, «no somos de los que se preocupan por un pretendido desgaste del lazo familiar» (J. Lacan). No hay ninguna nostalgia en Lacan, quien concibe la familia moderna en su evolución. Tampoco hay fascinación alguna en Lacan por la multiplicidad de las costumbres. Nuestra época desnuda el «no hay relación sexual», y es precisamente por esto que nos empuja a distinguir el realismo de la estructura como residuo irreductible, y los semblantes y ficciones que lo visten.

En 1953, en «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis», Lacan recuerda que son las leyes del lenguaje las que regulan los intercambios a nivel de las estructuras elementales del parentesco. Destaca la importancia de las nominaciones del parentesco como el único poder capaz de instituir el orden de las preferencias, y subraya la importancia de la brecha generacional o los estragos de una filiación falsificada.

Estas palabras de los años 50 adquieren relevancia en un tiempo contemporáneo que promueve la horizontalidad y la igualdad de relaciones contractuales, una época que tiende a interpretar cualquier disimetría en las relaciones, como la podría haber con un niño, en términos de poder sobre él, que se vería como algo necesario de denunciar. Así, se escotomatiza al Otro, de la suposición de saber que los padres encarnan para el niño. Los padres son los pasadores del mundo para un niño. Esta tendencia al borramiento de la distinción entre padres e hijos pone de manifiesto, sin duda, la reciente necesidad de inscribir en la ley francesa la prohibición del incesto, como si la ley simbólica del fundamento de lo humano no fuera suficiente.

Las reglas en materia de familia han cambiado: el eje común del derecho de familia ya no es el matrimonio, sino la filiación. Cualquiera que sea el modo de conjugo de los padres, el estatuto de parentalidad se define por el nacimiento. Es una ficción común y pluralista de la familia. Así, se hace hincapié en la concepción de un niño.

La extensión de las Procreaciones Médicamente Asistidas, con donantes tercero de gametos, de embriones o de gestación subrogada, introdujo un «desorden en la filiación», y ha cambiado la situación. Desde el comercio de ovocitos hasta la producción de embriones supernumerarios, surgen nuevos tipos de objetos, de bio-objetos. La procreación médicamente asistida, que hasta ahora era terapéutica, hoy se ha convertido en «una nueva forma de engendrar hijos», en camino de convertirse en una filiación ordinaria y de considerarse como la más común, como «old school«.

Dos ejemplos de la metamorfosis del discurso. La generación de niños nacidos de donaciones de gametos ha presentado una nueva y apasionada reivindicación en relación con el levantamiento del anonimato de los donantes, considerando el acceso a sus orígenes como un derecho fundamental. Lo afirman alto y claro: no se trata de un rastreo biológico ni de poner en tela de juicio a los padres que los han educado: «¡No nos falta ADN, nos falta un nombre!». Es como si la familia se hubiese vuelto demasiado estrecha, mal formada. ¿Se trata de inscribir el nombre en la biología, como grado cero de la nominación? ¿No sería también una tendencia hacer del Nombre del Padre «algo ligero» (Lacan), implicando más de un hombre y más de una mujer en la familia? Un protagonista suplementario que dé una base más amplia a los padres, una versión contemporánea de la novela familiar.

“El derecho a tener un pasado”, como dicen, parece muy alejado del de Gide: “¡Nada es más peligroso para ti que tu familia, tu pasado, tu habitación!”

Por otro lado, bajo la presión de nuevas cuestiones feministas, se afirma claramente una tendencia, especialmente en Estados Unidos, que pretende analizar la procreación en términos económicos como «un trabajo socialmente organizado de producción de hijos», cuyas formas de división en términos de género, raza y clase deben ser criticadas. Dentro de esta corriente, Sophie Lewis milita por exigir «la producción de hijos para otros», para cualquiera que desee tener un niño: en resumen, una gestación subrogada sistemática, con el fin de liberarse definitivamente del patriarcado. Esta surrogacy imperativa estaría asociada a un «comunismo gestacional» que pretende instaurar una justicia reproductiva. En resumen, la propuesta sería separar y distribuir a los niños fuera de la familia para desedipizarlos, desfamiliarizarlos. Vemos que, cuando «prescindir del padre» funciona como un ideal de los que no se dejan engañar por el inconsciente, esto conduce a las utopías más locas y a lo peor.

Esta tendencia ideológica se nutre de la antropología de los años 70, que atacaba el familiarismo del psicoanálisis. Se inspira en el anti-Edipo deleuziano, que concebía el deseo en términos de producción deseante y social. Sin embargo, esto constituye una mala interpretación del anti-Edipo, Lacan tal como se desarrolla en su Seminario El sinthome, donde Lacan, como lo demuestra J.-A. Miller, se dedica a pensar el psicoanálisis desde el punto de vista de la ironía joyceana hacia los semblantes comunes del Edipo como solución única al deseo.

Que no haya motivos para creer hasta el final en las ficciones jurídicas del matrimonio, la paternidad y, hoy en día, la maternidad, no nos exime de tener que lidiar durante mucho tiempo con la coexistencia del declive del orden patriarcal y la dimensión de aquello que es la familia para un sujeto.

En la época del individualismo democrático, las referencias estructurales que Lacan indica desde «Los complejos familiares…», conservan su vigencia en cuanto al deseo de la madre y la función del padre, dos principios que no pueden superponerse a la diferencia de los sexos. El principio paterno se entiende como la encarnación de la ley en el deseo materno (función de transmisión de la castración, que falla en la relación con el otro sexo), y el principio materno, cuyo goce el niño prolonga en el fantasma.

Hay un verdadero problema con estos puntos de referencia, ya que el deseo de tener un hijo hoy puede claramente liberarse de la relación con la pareja sexuada y convertirse en objeto de una demanda ilimitada, el fantasma sin la mediación del deseo.

El derecho y el empuje a gozar

Gracias al avance de las ciencias de la vida, hoy en día, concebir un niño, toda la reproducción, puede quedar doblemente librada de:

  • La sexualidad: se puede concebir un niño fuera de la relación sexual.
  • La familia tradicional: se puede concebir de una manera no articulada a la familia tradicional.

En efecto, lo que se reproduce son las células, y en la reproducción, los ovocitos y espermatozoides. Ahora es posible separar las células de los organismos que las portan. Los límites impuestos por la naturaleza o la moral se han hecho añicos, y el deseo de tener un hijo puede liberarse, transformándose en un «deber». El sujeto, aparentemente, es el amo de sus elecciones, pero se podría decir que, en realidad, se trata de una exigencia que no está muy lejos del empuje a gozar. Si ya no existen obstáculos naturales, concebir un niño se convierte en un deseo o, al menos, en un derecho.

La madre está pluralizada: donante, portadora, biológica, hombre o mujer. Que los hombres de hoy quieran dar a luz es uno de los cambios más importantes de nuestro tiempo. Ejemplos de esto incluyen a los hombres transgénero que, tras su transición, eligen ser padres biológicos, lo que refleja una redefinición del rol materno y paternal en la sociedad contemporánea.

El deseo de un hijo, transformado por la ley, se emancipa de la relación con el otro sexo y se convierte en objeto de una exigencia, de un «yo quiero». A veces, un «yo quiero» sin razón, como la razón que carece de un porqué.

La ciencia no solo proporciona la cura para la infertilidad, sino que también posibilita la fertilización de una mujer lesbiana y el parto en una pareja homosexual.

Esta situación plantea una disyunción radical entre el hombre y la mujer en la procreación. Estas modificaciones tienen un impacto significativo, ya que hacen volar en pedazos la ilusión de la familia paternalista y también lo universal del deseo de un niño.

Concebir es más importante que «tener un hijo» o ser madre o padre

Tengo derecho a concebir un hijo como quiera, según mis fantasías.

El psicoanálisis no se deja arrastrar por esto, no se conmueve. Acompaña a los sujetos en las mutaciones de la civilización que conocen.

Estas mutaciones hacen surgir, levantan el velo sobre:

1) el hecho de que padre, madre e hijo son, antes que nada, significantes. Padre, madre e hijo son solo significantes, y el significante tiende siempre a irrealizar los cuerpos. Como seres de lenguaje, la madre no existe. Y, sin embargo, las madres existen verdaderamente.

2)  Pero también, y sobre todo, lo que estas mutaciones sacan a la luz, levantando el velo sobre lo que rodea al deseo de un hijo. En primer lugar, las aporías del deseo de maternidad en mujeres como en hombres. También subraya también el valor del niño deseado y el valor del niño objeto de goce.

La vía metafórica del amor pone en juego al niño como sustituto de la falta y permite que la significación del falo sea evocada en el imaginario del sujeto. Sin embargo, algo escapa a la falicización. El niño solo cubre parcialmente la falta fálica. Muy temprano en su enseñanza, Lacan se pregunta si la mediación fálica drena todo lo pulsional en una mujer, y en particular toda la corriente materna. Algo escapa a la ley del padre: un goce que no pasa por la mediación fálica y que, en cambio, lo refuerza de forma ilimitada. En este goce, en el que ella no es toda, es decir, que la hace ausente de sí misma, otra para sí misma, ausente en tanto que sujeto, ella «encontrará el tapón de lo que será su hijo». Así, la maternidad se concibe como una suplencia a este goce de ser no-toda. En esta vertiente, se encuentra con un goce que confina con el estrago o el arrebato. Un resto que significa que el corte nunca es total.

La clínica de «concebir un niño» es, ante todo, una clínica de la separación. Es la brújula de orientación lacaniana. ¿Cómo lo aborda Lacan?

Lacan propone algo increíble: plantea que la separación no ocurre entre la madre y el niño, sino entre la madre y el pecho. Parte de la fisiología de la madre nutricia, in utero, que responde a la estructura de la imbricación, donde hay elementos amboceptivos: es del niño y es de la madre. El niño está pegado el pecho, de manera similar a cómo la placenta está pegada al útero, o el pecho al cuerpo de la madre, y el niño al pezón. Esta ruptura, hace que lo que se desprende del cuerpo se convierte en objetos a, objetos perdidos que causan el deseo.

Durante mucho tiempo se creyó que llevar un niño en el vientre hacía de este ser «la carne de nuestra carne», «nuestro hijo», ofreciendo el modelo de una unión en la que formamos un solo cuerpo con el otro. Esta mitología mamaria, la imagen del seno, de un sweet home, domina poderosamente nuestra subjetividad, evocando la nostalgia de una supuesta armonía, cercana a veces al más oscuro anhelo de muerte. Estar embarazada a veces roza con una plenitud donde la palabra, la imagen y el cuerpo se unen. Mediante una complacencia somática, de la que habla Freud, la histeria somete su cuerpo para dar al significante su peso de real.

La relación con el cuerpo y la sensibilidad corporal deben ser interrogadas: las diferentes modalidades de corporización del lenguaje, desde la conversión histérica en el órgano hasta la negación del órgano. Esto implica una fractura entre el significante que nombra un órgano y su función, y la manifestación de los fenómenos corporales: el defecto del primero provoca la desaparición del segundo. Los fenómenos del cuerpo, si no son integrados en la significación de la maternidad, que debería integrarlos, pueden pasar inadvertidos. Esto es lo que se produce en la negación del embarazo en el contexto de una psicosis.

Pero esta relación entre continente y contenido es una ilusión. Es una ficción de «yo te contengo/tú me contienes». Como dice Lacan, pensar en el otro como la prolongación de uno mismo es el peor de los extravíos: no solo es un extravío, sino el peor. En efecto, el niño está radicalmente separado, no de la madre o del Otro, sino de una parte de sí mismo, esa parte que el lenguaje le arrebata, lo que deja lugar a un vacío que Lacan llama lo imaginario: escenarios, ilusiones, sueños, pero también angustia. El destete ha estado ahí desde siempre y para todos, como un corte fundamental que nos priva de una plenitud del ser.

Más allá de la criatura idealizada que ella imaginaba o esperaba, un sujeto del cual una mujer debe separarse, el niño puede llegar a encarnarlo. Aparece como el objeto de su existencia. El niño es separado como objeto a, ex-siste, y es a la vez lo que más es, ella misma, y lo que está separado de ella. Gracias a este corte, puede inscribirse en su deseo, ser captado por su mirada y su voz puede ser escuchada como sujeto.

En esta clínica de la separación, el hecho de que en la subjetividad de la madre el niño sea aprehendido como objeto, lejos de reducirlo a una cosa, por el contrario, lo eleva al estatuto de objeto que debe ser vuelto a encontrar, a conocer, a desear, objeto causa del deseo de la madre. Es algo más que una extensión no individualizada de ella misma. El poder del significante es tal que, ya desde antes del embarazo, el niño es ya Otra cosa que una mera extensión del cuerpo de la madre. Como dice Lacan: «Ojalá hubiera tratado a estos otros como objetos cuyo peso, sabor y sustancia pudieran apreciarse». Se puede apreciar el peso, el gusto, la sustancia de un objeto. Esta es una manera de decir que se puede considerar al niño en su singularidad como su niño, y no como un niño en general.

Se trata, entonces, de una separación de la madre consigo misma más que de una separación con el niño.

En el caso de la negación de un embarazo: lo que se presenta como un embarazo, más allá de todas las expectativas y sentimientos, se experimenta como si nunca hubiera existido. Puede que haya faltado una marca: el significante de la maternidad se convirtió en un significante cualquiera y no en un significante privilegiado de ser mujer o ser madre. Como resultado, el sujeto traduce sus sensaciones con significantes corrientes y descriptivos. Un significante ordena el cuerpo, fuera del deseo del sujeto. Un significante puede tener sus propios efectos de goce y cumplir la función de ejecutar un programa, una lógica, pero el goce no está subordinado a la ley del deseo.

Una pendiente a lo unilateral

Así entendemos al mismo tiempo, por qué el niño es llamado a aparecer en la serie de objetos del mercado. Suele formar parte de la serie de cosas cotizadas, intercambiables y negociables.

Si he mencionado la preeminencia del derecho, es para señalar su peso en la subjetividad. De hecho, se podría pensar que la apelación al derecho constituye un límite para todas las ficciones más extravagantes, pero, por el contrario, la ley corre detrás de las ficciones, siempre con retraso. Estructuralmente, el derecho se encuentra en la posición de decir sí a todo, es decir, asume el valor de un imperativo de goce, digamos materno, donde el principio de límite desaparece en el goce. La ley crea contratos cada vez más restrictivos, encarnando un amo del goce, similar el del tocador sadeano, un «mata el deseo» que abandona al sujeto a los imperativos del goce.

Lo unilateral – El Un-padre

Lacan había señalado que otra función iba a relevar la del padre, una función que solo la madre puede encarnar: la función de «nombrar para…», que se prefiere a la del Nombre del Padre. El valor de objeto deseado se acentúa.

La función parental unitaria (la reducción de la función madre y padre a un solo progenitor) se esclarece a través de lo que Lacan llama el registro de lo unilateral.

El niño, en posición de objeto a, causa el deseo de maternidad

¿Una feminización de la relación con los niños como objeto a? ¿En qué sentido? El niño es deseado y, al mismo tiempo, es causa del deseo. Sigue siendo un objeto en el fantasma, en el origen del deseo.

Esto tiene la estructura de lo que Lacan llama lo unilateral, cuando la ley surge de un S1, sin tropezar con una causa.

Lacan evoca este registro de lo unilateral cuando un sujeto no puede apoyarse en la función del ideal o en la función de la ley que teje los lazos de la palabra y del reconocimiento, que civiliza el goce limitándolo. El sujeto, entonces, no se apoya en el significante del padre o en la ley simbólica, sino en un significante amo que viene en el lugar de la palabra; un S1 imaginario que cubre el defecto central de la subjetivación. Se establece así un modo de relación unilateral.

Efectivamente, Lacan lo menciona en el Seminario 3, Las psicosis, en el contexto de la psicosis, donde el hijo ocupa una posición femenina en relación al padre sin pasar por la castración. Se produce una transmisión sin la participación de la causa sexual, unilateralizando el complejo de Edipo a partir de una figura parental matriz.

Se establece un lazo con él mismo, un soporte, como dijo Lacan: «que no se inscribe en ninguna dialéctica triangular, pero, cuya función como modelo, de alienación especular, le dapese a todo al sujeto un punto de enganche, y le permite aprehenderse en el plano imaginario».[4] “[…] el sujeto tendrá que cargar, y aquello cuya compensación deberá asumir, largamente, en su vida, a través de una serie de identificaciones puramente conformistas a personajes que le darán la impresión de qué hay que ser para ser hombre».[5]

¿Qué significa unilateral?

Es que el S1 asume en sí mismo la función sexualizada, sin necesidad de ningún intermediario. Esto nos lleva a una neo-significación del amor que no pasa por la asunción del significante padre a nivel simbólico, sino que deriva de un S1 en su función de modelo, de prototipo. Como si, apoyado en este S1, el sujeto hubiera tomado la marca sin ser el resultado del encuentro de dos seres sexuados, de dos seres de pleno derecho. Un lazo con la madre que no incluye al padre en su relación con una mujer. Es un mundo feminizado.

Tomemos un ejemplo: en el caso de Aimée, ser una mujer de letras es el S1 que recorre toda su vida. Aimée adopta el S1 de su identificación: la mujer de letras. La delicada pregunta sobre la diferencia entre los sexos parece depender más del encuentro casual de un pequeño otro y el significante-amo que de una identificación sexuada, bien anclada en lo que esta vez sería un ideal del yo, es decir, un saber sobre los ideales de su sexo.

Las pistas de Aimée están borrosas mientras surge otro significante-amo como si viniera a su rescate para darle un lugar y una consistencia en la vida: ser normal, casarse, tener un hijo. “En algún momento de la vida, dice, es conveniente casarse y tener un hijo». Aclaro que se trata de otro significante-amo, un S1 solo, ya que ser mujer parece ser un saber cerrado, a menos que se le añada un S1 para darle cuerpo.

Ser una mujer de letras – ser una mujer – ser. ((a) = libro = publicación]

Ser normal – ser esposa – ser mujer – ser. [(a) = hijo = madre].

Hay algo indecidible entre estos dos S1; el lugar de uno desplaza el lugar del otro, lo cual es algo más que un conflicto o un síntoma. El embarazo, el hijo por venir, llega como la realización de la serie: ser esposa, mujer, madre. De algún modo, el niño aquí, como objeto a en el lugar del fantasma materno que es su relación con la norma, se presenta para disociar los significantes holofraseados en torno al S1. Este es el comienzo de los trastornos psiquiátricos según Lacan.

¿Cuál sería la lógica del neurótico? La lógica del no-todo: no-toda madre, no-toda mujer de letras. Pero aquí, cada “ideal” reclama su goce frente al otro; en otras palabras, no son ideales en el sentido clásico del término. Este es el poder del significante-amo en la psicosis, y es en relación con sus exigencias, que hacen ley, que el sujeto se feminiza.

Antes del pasaje al acto, el niño y ella estaban fundidos, y éste, el objeto a, era el kakon de su imposibilidad de ser mujer de letras y, por tanto, de cumplir lo que entonces era su misión. Para proteger a su hijo, golpea en el Otro el significante mismo de su misión: la mujer de letras.

Esto es lo que Lacan llama “lo unilateral” en el Seminario 3: un vínculo de filiación se establece directamente a partir de una figura paterna, sin la implicación de una causa sexual articulada con una transmisión.

Hay una extensión del “padre Uno todo solo” con su hijo, en un lazo de continuidad en el goce, un modo de relación sin mediación ni corte. En la relación con el niño, hay una continuidad del goce a través del fantasma, que vincula al niño con la madre, objeto separado de ella, en un vínculo que no admite ninguna mediación. De ahí un ilimitado que se manifiesta en el amor.

Por lo tanto, toda la cuestión radica en el principio que romperá esta continuidad ilimitada del goce. El padre es uno de los nombres de esta ruptura, que permitirá al niño situarse. La referencia de Lacan a lo que él llama la dimensión del padre es esencial aquí. Invoca «al menos como una posibilidad, ya sea descuidada o ausente, el mantenimiento de la dimensión del padre, del drama del padre, de esta función del padre». El padre o «algo o alguien» que hace de padre, no necesariamente encarnado por el padre, y que hace de barrera al deseo de la madre, que la divide entre madre y mujer.

Desocultamiento del principio femenino

Lacan señalaba, desde «Los complejos familiares», que lo que asegura la cohesión de la familia paternalista es el ocultamiento del principio femenino y la prevalencia del principio masculino.

Este movimiento, acelerado por los avances de las ciencias de la vida, rearticuló las relaciones entre los sexos. El niño, antes objeto de deseo (causa de deseo), se ha convertido en objeto de exigencias e incluso de un querer sin razón, una voluntad infinita que a veces se agota en su deseo de tener un hijo.

Es una enseñanza sobre el deseo de tener un hijo cuando ya no está estructurado por el Edipo.

El deseo freudiano de tener un hijo se interpreta con la significación fálica. El niño es tomado como objeto de la madre. Hay una dimensión de goce que forma parte de la función fálica, pero hay un más allá, como objeto a.

El deseo de la madre y el deseo femenino se entrelazan. Cuando aparece el niño, se da una separación entre el objeto a y lo que se considera la castración. El niño, como falo, encarna el objeto de su existencia, satura el modo de la falta.

Así, aparece bajo la luz, de una manera más crudo, el estatuto del niño como objeto de goce, que siempre fue.

Estos ejemplos, por supuesto, no tienen el mismo impacto social, pero dan una idea de la fragmentación que provoca la pulverización del padre. Revelan los significantes amos que vienen al lugar del Nombre del Padre, pero que no encuentran su punto de capitón.

Un psicoanálisis está hecho precisamente para centrarse en lo que viene en lugar del padre, en lo que toma su relevo. Busca un saber sobre aquello que permite ordenar tu experiencia, la del mundo, y que te posibilita llevar tu vida de una manera menos extraviada, con una brújula de goce. No es el Padre con P mayúscula, no es la Ley con L mayúscula, pero sí de un instrumento útil, un operador fundamental, para encontrarse con el deseo, con lo real.

La referencia de Lacan a lo que él llama la dimensión del padre sigue siendo esencial aquí: invoca «al menos como una posibilidad, ya sea descuidada o ausente, el mantenimiento de la dimensión del padre, del drama singular del padre, que Lacan extrae de lo universal». Desde esta función del padre, que es “algo o alguien” que lo convierte en padre, no necesariamente encarnado por el padre mismo, y que se interpone en el camino del goce.

Aquí es donde el psicoanálisis produce la mejor crítica a los patriarcados actuales, tanto los visibles como los que no pronuncian su nombre. En efecto, un psicoanálisis no conduce a creer hasta el final en la ficción del padre, ni en la omnipotencia de los significantes amos, incluso si estuvieran “purificados”, ¡ni en la omnipotencia de la justicia! Lo simbólico no logrará reabsorber el goce como perverso, no estandarizado por el padre. Por otro lado, creemos en la objeción que constituye lo real, lo real del padre, su naturaleza irreductible.

Solo existe la versión particularizada de la familia: su padre, su madre, su hijo, entendida en una relación más ligera con la familia, un paso del Otro al otro. No es necesario cortar este lazo: es una brújula en la clínica y en la práctica, porque esta continuidad asegura el vínculo que nos hace auténticamente humanos.

La familia, en el sentido del famil, tiene por tanto una vocación universal. Es una extensión del dominio de la madre. Según J.-A. Miller, la madre, a su vez, fue vaporizada.


Traducción: Silvina Molina.

Revisión: Silvia Elena Tendlarz


[1] Conferencia pronunciada en Buenos Aires, en ocasión de las 33ª  Jornadas Anuales de la EOL – Concebir un niño – en 1 de diciembre de 2024. Publicada con la amable autorización de la autora.

[2] Psicoanalista, AME , Miembro de la École de la Cause Freudienne (ECF) y Presidenta de la Associación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

[3] 33ª Jornadas Anuales de la EOL, Conceber un ñino, ocurridas en 30 de noviembre y 01 de diciembre de 2024, en Buenos Aires.

[4] Lacan, J., El Seminario, Libro 3, Las psicosis, Paidós, Buenos Aires, 1984, p. 291.

[5] Ibíd., p. 292.