Beatriz García Moreno

Los dispositivos tecnológicos que capturan la imagen se han encargado de llevar en tiempo real, a los lugares más íntimos, el mundo de afuera. Las cámaras penetran cualquier habitación y traen en pantallas diversas, no sólo estilos de vida, gadgets y objetos de consumo del mercado, sino también los sucesos más crueles convertidos en imágenes inofensivas que desaparecen con solo apagar el botón de encendido. La mirada capturada por la cámara previene a quien la observa de ser tocado por el goce extraño y amenazante del Otro, y lo protege de enfrentar la diferencia que ese Otro exhibe. La cámara parece fungir así, como un operador de la mirada que no sólo permite el encuadre, sino también la apropiación del instante, la manipulación del objeto, y la conversión de cualquier acontecimiento en una ficción que logra situarse en lo imaginario y cabalgar sobre lo real en goces insospechados.

En la actualidad se asiste a la invasión de las escenas de lo público en los espacios de lo privado, y las de lo íntimo aforan sin tapujos en los espacios de lo público. Rituales privados liberados de la moral burguesa y en complicidad con la pantalla, dan rienda suelta al apetito del ojo que se obnubila en la contemplación de las imágenes capturadas, del Otro envasado en paquetes de la más alta variedad y sofisticación, de los personajes y objetos-mercancía más diversos que le prometen una satisfacción ilimitada, mientras esconden a la manera de una anamorfosis, los cuerpos incompletos, consumidos por el paso del tiempo, atravesados por la muerte, pero que al estar camuflados detrás de las cámaras, tienen el poder de envolver al espectador en sus brillos y de alivianar cualquier manifestación de los real. Mientras lo imaginario se incrementa en el espacio de lo íntimo y se vuelve cómplice no sólo de todo tipo de autoerotismo y el goce perverso encuentra nuevos caminos para su acción, el espacio de lo público se vacía de las referencias simbólicas y se llena de sujetos frágiles que apenas logran reconocerse en las cámaras que devuelven sus imágenes.

El mandato al consumo puesto en acción en la intimidad que abre la pantalla, deleita al voyeur que no sólo se embriaga de modo frenético en la contemplación de infinidad de imágenes, sino, y de manera particular, en la posibilidad de convertir a los seres y al mundo en su totalidad, en objetos capturados por la cámara, para el goce de su mirada.

La inmediatez del logro y lo efímero de los sucesos acentuado por la cámara que se interpone entre el sujeto y su experiencia directa, son característica del movimiento sin pausa de sujetos que creen encontrar en cada imagen capturada, una posibilidad de ser, sin percatarse, ni importarles, la condición efímera que la caracteriza además de la imposibilidad que las acompaña.

Los goces de los Unos singulares se manifiestan en la escena ciudadana en modalidades que tienen que ver con el disfrute en el encierro, acompañado de los que considera sus semejantes. La pantalla se presta para rituales privados que dan cuenta de la naturaleza autística del goce, de la imposibilidad de un lazo social en el que comande el respeto por el sujeto.


Bibliografía

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