José Fernando Velásquez
La relación del hombre con la representación que percibe, con la que habita en su siquismo, y con las que crea mediante las técnicas antiguas y modernas, exige una consideración tan propia como la que tiene con el significante y con el goce pulsional. Así como en ellas, la posición de sujetos pareciera depender también de la condición de ser espectadores de la imagen. Las imágenes tienen una potencia real como la estimulación corporal; también tienen eco en el otro; tienen la capacidad de retener la memoria y de corresponder o no a aquello que dice representar.
Esa dupla “hombre – imagen” es más inestable y frágil de lo que se supone; en ella hay escansiones, suspensos, traumatismos; encuentro y desencuentro; surgimiento y desaparición; afirmación y negación; ilusión y desilusión; ensueño y frustración. El trato con la propia imagen como algo externo es tan singular como nos lo muestra el fenómeno llamado “despersonalización”: “¿Soy yo ese otro?”. Lo que recordamos y lo que olvidamos va acomodando una imagen ficticia que vamos haciéndonos de nuestro paso por el mundo. El mismo ser humano es una imagen transitoria y de paso que nos convierte en “fantasmas del presente”[i].
El impacto de las imágenes de acontecimientos macabros de la actualidad a través de la prensa escrita y la que circula por TV y los medios digitales, es un efecto logrado de sus autores para hacerlas imborrables, que no se desvanezcan, que despierten los sentidos, nos convierten en voyeurs. Pero a pesar de su intensidad también son efímeras: Sucede que el hecho pasado es cubierto por el horror de un nuevo acontecimiento y no hay posibilidad de lograr la tramitación de lo que en el anterior se pierde. Banalización de la memoria que se transforma como fatalidad y absurdo. En los conflictos locales de cualquier escala, las manchas de sangre se borran derramando más sangre, como si para borrar una mancha de tinta usáramos más tinta.
En el extremo contemporáneo vivimos en el imperio de las imágenes que se almacenan en nuestra memoria colectiva, con códigos particulares a los medios cada vez más abundantes, que las moldean, modifican, repiten, iteran, relentizan, aceleran y las reversan. La fragilidad vence todo intento de hacerlas resistentes al olvido e instalarlas en el presente de manera eterna. En todos ellas la ficción se cuela silenciosa y continuamente a la realidad, donde lo único que progresa de manera paradójica es la notable confianza que tiene el hombre del presente en la imagen y en el anonimato que ella oculta.
La obra del artista Oscar Muñoz (Colombia, 1951) se ha enfocado en la reflexión filosófica acerca de los modos en que están imbricadas imagen, tiempo y memoria. Uno de esos puntos es la inquietante creación y destrucción en el que a cada instante algo se define y algo se disuelve, y esto a nivel individual o en el discurso social. Muñoz obliga al espectador a implicarse en la desaparición de la imagen de los muertos y también los hace responsable de su memoria. Dos de sus obras en https://www.youtube.com/watch?v=3Rpw7kSgh4U, https://www.youtube.com/watch?v=uks_l0tQw3U
[i] Noorthoom V. “Oscar Muñoz: el lugar habitado”. En: “Oscar Muñoz, Entre contrarios”. Seguros Bolivar. Colección de Arte Contemporáneo. 2013. Pág. 19.