Por Gerardo L. L. Maeso
Cuando Borges en «La Secta del Fénix» trata al coito como algo privado animado por el secreto concluye: «Lo raro es que el secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las guerras y de lo éxodos, llega, tremendamente a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instinto».
Efectivamente, todo lo que perdura a través de las generaciones parece conducirnos a programas que responden a una lógica, que la biología se empeña en descubrir, siendo la noción de instinto la que más se acomoda a una relación regulada entre el organismo y su medio.
Sin embargo, el hombre dotado de la palabra parece no ser alcanzado por la noción de instinto porque el lenguaje no permite fijar un programa para determinar el modo en que los sexos se acoplan para reproducirse.
Freud demostró que el recorrido pulsional no tenía un objeto predeterminado abriendo a una variedad de relaciones que la humanidad aceptó en algunas épocas y reprimió en otras, como la actualidad muestra a diario, en nuestras civilizaciones contemporáneas
Así, el fundador del psicoanálisis, quien buscó leyes para entender los procesos inconscientes, confiesa que no llega a definir qué quiere una mujer, experimentando un saber que fracasa al precisar el alcance del deseo.
Cómo entender entonces la femineidad que no se agota en el anhelo que conduce a la elección de objeto orientada por la ecuación freudiana, pene, niño, heces, dinero, organizadas a través del valor del falo.
Si nuestra práctica psicoanalítica muestra que la sexualidad no se consuma integralmente en los valores sexuales que comporta la diferencia de sexos es necesario entender que la articulación significante en la que se estructura nuestro lenguaje es débil, permeable al malentendido y trastorna la aspiración universal de toda lengua.
Sabemos que el contacto que proporciona el abrazo erótico no agota la multiplicidad de sensaciones que el cuerpo siente y del cual nada puede decir, en tanto hay el cuerpo real, como sostenemos los lacanianos, que no se deja representar en la palabra.
Son pues estas sensaciones enigmáticas que dan origen al Secreto trivial, penoso, vulgar, que se reconoce en el coito y que perdura en el tiempo, como sostiene Borges en su cuento fantástico.
Así, los secretos familiares denotan algo clandestino y furtivo que llamamos irrupción de goce, que al modo de un síntoma no encuentran palabras decentes para nombrarlo, haciendo que los miembros enlazados por una relación de parentesco se dividan en aquellos que saben y aquellos que ignoran trastocando todas las funciones que la cultura espera de la familia como agente formador de nuestros sujetos.
Las estructuras humanas compuestas por cuerpos vivos resisten, como diría Lacan, a la alfabestialización y como sentencia Borges, el rito que constituye el Secreto se transmite de generación en generación y el uso no quiere que las madres lo enseñen a sus hijos. La transmisión se sostiene en sujetos más bajos como un esclavo, un leproso o un pordiosero, incluso un niño, que hacen de mistagogos.
Concluimos que el secreto es la forma verbal que adquiere el misterio de la sexualidad habitada por una satisfacción indecente.
Noviembre 2016