Ernesto Sinatra

Me gusta recordar una frase de mi niñez: “hay que portarse bien, porque Dios castiga sin palo y sin rebenque”; frase caída en desuso pues ya no es el buen Dios el que nos amedrenta y vigila, Él ha sido reemplazado por los complejos sistemas ultra-tecnológicos que muestran la estructura omnivoyeur del mundo.

Vale mencionar, entre tantas novedades que muestran el imperio de las imágenes en la pos-modernidad, el debate actual sobre la privacidad en torno del Google street view, aplicación de Google que permite a cualquiera entrar en la vida cotidiana de uno mismo y de los otros –en la calle, en el barrio y hasta en la propia casa de cada uno…¿Cuál es la frontera entre lo privado y lo público? ¿Qué hace de límite, de litoral entre Uno y Otro? Por lo pronto, la satisfacción insaciable de la mirada del mundo nos mira a unos y a otros con los cuasi infinitos gadgets que produce el mercado, colocándose siempre en la falla estructural que marca la imposibilidad de la relación sexual, la ausencia en los humanos de un goce complementario entre hombres y mujeres.

Es el goce de la mirada la cara real, la substancia que encausa la versión actual de la globalización atravesada por el ¡todo a la vista!, impulsando múltiples formas de goce, multi-formas de vivir la pulsión en el siglo XXI.

Creíamos saber hasta qué punto, la tendencia actual del mercado globalizado explota el goce de la mirada; pero el imperio de las imágenes que prima en el mundo omnivoyeur, nos conduce a caminos insospechados. Lo verificaremos a partir de un cuadro clínico ya caído en desuso: las monomanías.

El concepto de monomanía fue acuñado en 1814 por Jean Esquirol, a partir de la ‘manie sans delire’ de su maestro Philippe Pinel, para denotar una afección cerebral crónica caracterizada por la afección parcial de una de las capacidades mentales: el intelecto, el ánimo o la voluntad; cleptómanos, ninfómanas, ludópatas son algunas de sus categorías clínicas, las que llegan hasta hoy. El concepto fue aplicado luego al modo de ideación en ciertas paranoias focalizadas en una idea fija o una emoción prevalente; generalizado después a la preponderancia de una pasión que conduce a conductas irrefrenables. Al parecer las monomanías han sido un concepto clave en la reivindicación del reconocimiento social y profesional del médico-psiquiatra frente a otras especialidades médicas; y –muy especialmente– la monomanía como diagnóstico médico tuvo un lugar destacado en el enjuiciamiento de conductas delictivas, particularmente homicidios, permitiendo alivianar las complejas relaciones entre médicos y jurisconsultos. Al respecto, en 1832 un abogado y un médico españoles acuñaron el concepto de monomanía homicida, para dar cuenta de los crímenes inmotivados, esos que ‘escapan en cuanto a sus causas a la sagacidad de los hombres’[1]Describieron de él dos sub-especies: en la primera el asesino conserva sus facultades intelectuales, pero es arrastrado por un impulso interior irresistible; en la segunda el enajenado posee una locura considerable y evidente, a pesar de que su acción criminal obedece a una premeditación tan reflexiva como planificada.

En el estado actual de la civilización no sería difícil relacionar el concepto de monomanía así torsionado (por Peiro y Rodrigo: abogado y médico, respectivamente) con los –cada vez más frecuentes–asesinatos múltiples, perpetrados en lugares públicos causados ya sea por individuos que asemejan ser perfectamente normales (no solo sin motivaciones manifiestas de su accionar, sino asimismo sin antecedentes penales); o bien por aquellos otros, bien trastornados, los que planifican su acción pasional hasta el más mínimo detalle .

Pero no es esa vía la que emprenderemos para caracterizar, a partir de un suceso –en apariencia anodino– un rasgo del estado actual de la civilización: la prevalencia globalizada del goce de la mirada ofrece el marco a una pluralidad de goces –monomanías del siglo XXI–, entre los que hoy quisiera destacar el goce cleptómano y aquél que corresponde al avance incontrolable de la industria del juicio. Estos dos rasgos, en apariencia no tendrían nada que ver, sin embargo intentaremos demostrar que están perfectamente imbricados.

Soltemos ya la hipótesis: el desenganche entre el goce y la función del decir-que-no –consecuencia mayor de la caída pos-moderna del padre– se remienda con el empalme entre la judicialización generalizada y el empuje del mercado al –imposible– goce del “todo-para-ver”. Allí donde la tradicional función del padre declina, se incrementan los juicios ‘contra todo’; allí donde el “no debes gozar” de la civilización ha sido reemplazado por “¡hay que gozar! –ascenso del objeto a al cénit social, es decir, que el ideal ha sido tragado por el goce[2]– los procesos de judicialización están a la orden del día, ocupando el lugar que tradicionalmente correspondía al padre.

Pero es aquí donde el ‘decir que no’ muestra su fundamento super-yoico, denunciando, a su vez, la raíz del asunto: si bien por un lado toda acción humana es capaz de producir goce[3], leemos ahora su envés: toda acción humana es capaz de ser penalizada por la carga de goce que transporta: lo que lleva a una suerte de –como lo diremos– ¿goce-del juicio?

Valga por caso el tole-tole que se armó en torno de uno de los más curiosos casos de cleptomanía: la batalla judicial por la autoría de unas ‘selfies’ disparada por un simpático mono (monita, al parecer), luego de haberle arrebatado la cámara a un experimentado fotógrafo, mientras éste se preparaba para reflejar los hábitos de una comunidad de macacos a la que nuestra –ya afamada– cleptómana, pertenecía. El real problema comienza en el 2014 cuando David Slater –el ignoto fotógrafo que viajó a Indonesia tres años antes para convivir con macacos negros crestados– saltó a la fama por el acontecimiento al descubrir que Wikimedia (organización sin fines de lucro responsable de la enciclopedia Wikipedia, la que cuenta con una colección de más de 22 millones de imágenes, sonidos y videos de descarga libre y gratuita para sus miembros) había subido a su portal una de las fotos referidas sin estar él enterado.

Lo que anunciaba ser una travesura pasa por ser, en primer lugar, un mimético acto cleptómano de un mono, para presentarse como una curiosa inversión especular –¿impulso simio-vindicante?– artista/modelo y –finalmente– un complicadísimo caso judicial que finalizó sentando jurisprudencia. Ya que ¿a quién considerar el propietario de los derechos de la foto? ¿al fotógrafo, dueño del gadget? ¿al mono, que disparó las selfies –el que no debe estar, ni siquiera, inscrito en el sistema tributario de su país?

La contabilización del goce, cuando es atrapada en el campo del derecho globalizado, amenazaba no distinguir entre sus usuarios, más acá de su condición ontológica: hombres o monos, daría lo mismo.

Finalmente, luego de un arduo debate judicial, el caso de “monomanía cleptómana” sentó jurisprudencia y sienta precedentes sobre los derechos de propiedad de las imágenes:

“Durante dos años, Slater hizo reiterados pedidos a Wikimedia para que la organización quitara la imagen. ¿Su posición? Violan sus derechos de autor. Wikimedia rechazó el pedido y declaró en su primer informe de transparencia que la imagen no pertenecía a nadie. Ahora, la Oficina de Copyright de Estados Unidos les da la razón.La Oficina de Copyright de Estados Unidos publicó esta semana un borrador del Compendio de prácticas de copyright en el que establece que los trabajos “creados por la naturaleza, animales o plantas” o “supuestamente creados por seres sobrenaturales o divinos” no pueden estar sujetos a copyright. Es decir, son de dominio público. El documento, de 1212 páginas, crea un precedente y zanja -en Estados Unidos- el debate que se había abierto sobre la propiedad de la famosa autofoto del macaco negro crestado que dio la vuelta al mundo”. [4]

Pero, entonces, y desde esta sanción: ¿quién estaría afectado del goce cleptómano: nuestro macaco o el mismo Slater?

Llegados a este punto, podremos situar con mayor precisión los alcances actuales de las monomanías que se vienen; ya que –sea como fuere en este caso–, el goce cleptómano no cesa (tal vez: ni cesará) de convocar al goce del juicio cada vez que se transite el litoral que el padre ha dejado vacante.

Por eso, el goce del juicio amenaza llevarse puesto algo más que los derechos de autor de un simpático macaco: por ejemplo, en la proliferación de juicios de abuso sexual en nombre de niños contra sus propios padres (más acá de su realización y/o fantasmatización), parecen invertir los lugares de quienes han encarnado tradicionalmente las funciones del ejercicio culpable del goce –por un lado– y la de su interdicción –por el otro.

De todos modos, a partir de ahora quizás ya no sean necesarios –como lo eran antes– los cuentos que narraban los padres a sus hijos para que durmieran, ya que hemos despertado abruptamente del sueño del padre. Quizás tampoco serán necesarias las variaciones del mito del padre (del padre omnividente de la horda primitiva hacia el goce cleptómano de Prometeo) para comprender que el padre ha declinado –en lo que era– su función de semblante; y que el goce escópico que ha estallado por doquier –también– vigila, a partir de las múltiples pantallas que demuestran hasta qué punto, siguiendo la profecía de Jacques Lacan en su Seminario de la excomunión, el mundo es omnivoyeur .


[1] PEIRO, P.M. de y RODRIGO, J. (1832): Elementos de medicina y cirugía legal arreglados a la legislación española. Madrid

[2] Siguiendo también aquí las puntuaciones de Jacques-Alain Miller en su curso de la Orientación Lacaniana

[3] Ibíd. 2 (2009)

[4] Diario LA NACIÓN, Argentina -22/08/2014