María Cristina Giraldo

En Colombia, el conflicto armado tiene ese rasgo que Laurent describe en las guerras de este siglo: ordinario y generalizado. Durante 50 años ha permanecido invisible para el Otro, pese su condición de omnivoyeur.

La Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) muestra que, en el mundo, Colombia es el país con mayores cifras de desplazamiento territorial forzado interno por el conflicto armado: más de 5.000.000 de colombianos pertenecientes a comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas son obligados por las armas a dejar sus tierras para satisfacer los fines económicos de quienes privatizan la violencia -la guerrilla, los paramilitares y las bandas criminales del narcotráfico-. Si bien la estadística es abrumadora y pretende cifrar lo que retorna en lo real, no hay ninguna inscripción en lo simbólico: el Estado en su debilidad y el Otro social en su indiferencia desmienten ese agujero que el destierro muestra en la estructura socioeconómica y política del país. ¿Qué es lo que el ojo absoluto no mira? Que, como bien dice G. Wajcman, pretende hacer visible todo lo real.

Los desplazados en Colombia viven en la indigencia, deambulan en las ciudades principales entre el consentimiento del Otro y el desmentido de la dimensión política del conflicto armado, por parte de un Estado que les ofrece el mismo tratamiento que les da a los desastres naturales. Sorprende la invención de los campesinos desplazados de la Hacienda Las Pavas, al Sur de Bolívar, en el nordeste de Colombia: 123 familias viven desde hace 45 años en 1300 hectáreas que pasaron a ser propiedad del narcotraficante Pablo Escobar. Al primer desalojo, por parte de paramilitares, respondieron con la creación de una asociación y el regreso a cultivar las tierras, hasta que fueron de nuevo desplazados por narcotraficantes que le vendieron los predios a una empresa dedicada al cultivo de palma aceitera. Es esta empresa la que produce el tercer desalojo, ante la ceguera de los estamentos del Estado.

En el 2011 estas familias retornaron por tercera vez a Las Pavas. Bajo presión y amenazas constantes, mantienen su lucha pacífica: cantan su historia con letras que dan cuenta de cómo se las arreglan con lo real en juego. Estos juglares inventaron una forma de arraigo en lo decible; han dejado de ser cuerpos inscritos en las nominaciones del Estado que pretenden nombrar lo innombrable, para buscar ser cuerpos escritos y bordear con lalengua ese agujero de lo real. En su música, en su lucha para que el Estado les entregue los títulos de sus tierras y en su permanente retorno subvierten las órdenes de hierro que prosperan gracias a la debilidad del Estado. Supieron transformar lo traumático en acto político, sin renunciar a su dignidad de seres hablantes, sin ceder a su deseo, sin quedarse victimizados en posición de objeto de goce del Otro. En el 2013 les fue otorgado el Premio Nacional de Paz, por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) por su esfuerzo en proteger el patrimonio cultural y la memoria histórica de su comunidad.

Agradezco al Museo Casa de la Memoria de Medellín, la documentación y a mis colegas del Cartel de la NEL Acción lacaniana, la discusión de este producto.


Bassols, M., Victimología, PIPOL 7, “Victime!”, Bruselas, Julio de 2015, Fuente: http://miquelbassols.blogspot.com/

Laurent, É., La violencia en las ciudades, XX Encuentro Brasileño del Campo freudiano EBP, Trauma en los cuerpos y violencia en las ciudades, Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=ij_iUt-Kq-M

Wajcman, G., “Panóptico”, El orden simbólico en el Siglo XXI, Scilicet, Grama, Buenos Aires, 2012.