Gerardo Arenas
EOL

 

Un 20 de marzo, igual que hoy, Lacan presenta ante la audiencia de su seminario un neologismo acuñado por él, hainamoration (odioamoramiento), con el fin de remplazar el bastardo término ambivalencia, de alcance apenas mayor que el de esa perogrullada consistente en decir que no hay amor sin odio. Además, y sobre todo, lo introduce para poner el odio en su lugar, según dice.

Han pasado 46 años desde entonces, y es lamentable constatar que este neologismo lacaniano, a pesar de haber sido repetido hasta el hartazgo, casi no fue interrogado ni, menos aún, cuestionado. Para peor, se ha vuelto costumbre reducir el odioamoramiento al registro imaginario, asimilándolo a una suerte de consecuencia natural de la relación especular, y a lo sumo se añadió a esto la sofisticada falacia (o la falaz sofisticación) de situar amor y odio en la cara única de una banda de Moebius, como si con eso se hiciera algo de más valor que repetir la perogrullada antes referida.

Busquen en sus libros, en las bibliotecas, en la web, y verán cuán pobre sigue siendo la elaboración a este respecto.

Ahora bien, esa pobreza se cobró unas cuantas víctimas, tal como ocurre en el mundo, y la principal es un pasaje de RSI que debió ser sistemáticamente ignorado para que el odioamoramiento pudiera conservarse como pieza de museo en la vitrina de un imaginario retorcido y unilátero. En ese pasaje, Lacan dice que lo que explica por qué el amor es odioamoramiento es el nudo borromeo. Pero, por más énfasis que él ponga al decirlo, nadie lo escucha, ya que el nudo es cosa de tres, como ustedes saben, y eso no armoniza con el cómodo binario ambivalente y moebiano. Es más, Lacan subraya el hecho, constatable en todo lazo amoroso – incluido el transferencial –, de que, a partir de cierto límite, el amor se obstina (porque hay real en el asunto) en todo lo contrario del bienestar del otro, y aclara que por eso él lo llamó odioamoramiento.

Lean esa clase. Es la del 15 de abril de 1975. Hay real en el asunto, hay un límite entre el amor y el odio, y nos necesarios los tres registros del nudo borromeo para entender el odioamoramiento, dice Lacan allí. Por lo tanto, no deberíamos insistir en reducirlo a lo imaginario ni a una banda de Moebius.

Aunque hace ya un año que trabajo en la comisión científica del próximo enapol, yo mismo pasé por alto, una y otra vez, no esta referencia, pero sí sus implicancias. Reparé en ellas hace poco, luego de escribir algo sobre los gestos de amor, y ello no se debió a una mera casualidad, ya que no cabe duda de que esos gestos marcan, precisamente, una notable discontinuidad entre el odio y el amor.

En efecto, ¿qué es lo clave en un gesto de amor? Ante todo, debe inscribir un signo, en el sentido definido por Peirce. Por lo tanto, será una escritura contingente con valor de signo que habrá de representar algo para el partenaire. Su función es crucial para poner fin a las peleas de pareja, en las cuales el amor suele transmutarse en odio y hasta en franca agresión mientras profundos cambios tienen lugar en el nivel de los goces. La exacerbación del goce fálico (que impera en las luchas por la razón y que reconocemos por su inagotable insistencia repetitiva), la inflación del goce del sentido (modelado por el fantasma y enganchado a la identificación imaginaria) y el propio goce pulsional que en la pelea puede hallar un incremento autónomo, todo eso conspira para reducir al mínimo el goce de la vida que alimenta al sinthome en general y al amor en especial. Dado que este último goce es el único singular, no por azar toda pelea de pareja pone en juego la dignidad. Recíprocamente, un gesto será gesto de amor sólo si dignifica al partenaire: en esa voluntad de restaurar el lazo amenazado, debe reconocer esa dignidad sin comprometer la propia.

¿Qué es, en este contexto, lo que el gesto de amor representa para el ser amado? ¿De qué es signo el gesto de amor? De una dignificación del lazo amoroso correlativa de la renuncia a aquellos goces cuyo incremento menoscaba el goce singular del sinthome. ¿Acaso no es la misma dignificación que se espera de un análisis? Si estamos en lo cierto, esto significa que producir gestos de amor no es moco de pavo, ya que moviliza todo aquello que obstaculiza la cura. La renuncia a ciertos modos de gozar puede experimentarse como equivalente simbólico de la castración y por ello angustiar, de modo que la dificultad para realizar gestos de amor es heredera de la defensa ante la angustia de castración.

Entre el odio violento y el gesto de amor no hay continuidad ni contigüidad, aunque tampoco una gran distancia, sino más bien un delgado pero profundo abismo. Sortearlo no sería gran cosa si no requiriera superar el vértigo de atravesar la peor de las angustias. Todo gesto de amor enuncia en acto una oferta al partenaire: Renuncio a los demás goces en beneficio del goce singular que me enlaza contigo. Por eso, los gestos de amor que hacemos y también los que omitimos nos definen con tanta precisión: unos y otros dicen nuestra singularidad.

Ningún puente natural permite, pues, regresar desde el odio hasta el amor. Es necesario un gesto que inscriba el signo de la renuncia a ciertos goces. A la inversa, ningún puente natural lleva del amor al odio. Para que ello ocurra, es necesario que una profunda redistribución tenga lugar en la economía de los tres modos de gozar, esa economía que Lacan describió apelando a su nudo borromeo en “La tercera”. Por lo tanto, amor y odio no se reducen a lo imaginario ni ocupan el lado único de una banda de Moebius. En el odioamoramiento, un corte marcado por la angustia y vinculado a la redistribución de los goces establece el tránsito de una pasión a la otra. Ese paso involucra los tres modos de gozar y, en consecuencia, los tres registros.

Espero que este enapol sirva, entre otras cosas, para extraer las consecuencias del paso que Lacan dio al introducir, medio siglo atrás, el problema del odioamoramiento. El corte que hoy introduje puede ser un punto de partida para explorar su anatomía.