Aprendemos con Lacan que padre y madre— biológicos, adoptivos o sociales — no se confunden con las funciones paterna y materna, pues tales funciones deben ser encarnadas. Lo esencial para la transmisión de una constitución subjetiva es que la madre tenga un interés particular por el niño y que el padre sustente una encarnación de la ley en el deseo, que no sea anónimo[1].

De esa concepción, se afirma que la familia es una encarnación del lugar del Otro. Lugar del Otro en el cual el niño hace su entrada, no sin la incidencia de un trauma, y el lugar del Otro de la demanda, por la cual se produce un desvío de la necesidad, que queda marcada irremediablemente por una falta. Jacques-Alain Miller esclarece que los efectos traumáticos de ese desvío de la necesidad a la demanda son fundamentalmente el fruto de la producción de un resto: aquello que no se puede demandar, no se puede decir. Ese resto es determinante para el deseo y la pulsión:

el deseo es la parte del significado vehiculizado en la demanda, pero no explicitado, o sea, la parte latente, escondida (…) parte que puede interpretarse en lo que se ha dicho. (…) La pulsión es la parte no interpretable de lo  dicho (…) es lo que llamamos el objeto pulsional (…)[2].

En la familia, la experiencia del sujeto con la demanda constituye el primer ensayo de reconocimiento de su palabra. Por esa vía, comienza a descifrar el deseo del Otro, que siempre se encuentra en lo “no dicho”, en lo interdicto, tanto de aquello que se puede decir como en lo interdicto del goce. La familia encarna ese espacio de la interdicción, de la perdida de goce y de un otro goce que se substituye ahí, donde hubo una perdida[3].

El amor familiar reviste esa pérdida real. Puede ser comparado al amor por la imagen del cuerpo, que recubre el agujero, en respuesta a la inexistencia de la relación sexual.

Han surgido de esa cosa fabulosa, totalmente imposible, que es el linaje generador; han nacido de dos gérmenes que no tenían ninguna razón de conjugarse, si no es esa especie de chifladura que se ha convenido en llamar amor. Hacen el amor.[4]

¿En nombre de qué se hace el amor? se pregunta Lacan para comentar que la esencia del mandamiento bíblico “Ama a tu prójimo” es el fenómeno fabuloso relacionado al amor, de sostenerse en el amor propio.

El hombre ama su imagen como lo que le es más prójimo, es decir, su cuerpo. Simplemente, de este cuerpo. Simplemente, de su cuerpo no tiene estrictamente ninguna idea. Cree que es yo [moi]. Cada uno cree que es él. Es un agujero. Y después, afuera está la imagen. Y con esta imagen hace el mundo.5

El amor familiar es ese lado de fuera, que responde a lo real en el “no hay” concerniente a la relación entre los sexos. Con el amor familiar, cada uno da cuerpo a su síntoma, o sea, se inventa un saber en el inconsciente, el humus humano para la perpetuación de una generación a otra. En las formas contemporáneas de familia, lo que interesa al psicoanálisis es poder leer, por medio del síntoma del niño, si el tipo de amor que circula puede mantener la “función de residuo” de la familia, para el advenimiento de un sujeto abonado al inconsciente.

Ana Lydia Santiago (EBP – AMP)

Traducción: Ana Ibañez
Revisión: Silvina Rojas


[1] LACAN, J. “Nota sobre el niño”. Otros Escritos. Buenos Aires. Paidós. P.393-393.

[2] MILLER, J.A. “Cosas de familia en el inconsciente” Mediodicho 32, Publicación de la EOL Sección Córdoba. Septiembre 2007. p. 19.

[3] Ibid

[4] LACAN, J. “El fenómeno lacaniano” en Revista Lacaniana de Psicoanálisis N°16. Buenos Aires. Abril 2014

5 Ibid.