Lizbeth Ahumada Yanet – NELcf
Todo inicio debe asegurar un paso: el primero. Es la condición del recorrido. Vale la imagen del pie que se levanta y avanza en una dirección escandiendo de esta manera la realidad, a veces de manera imperceptible. En este sentido, es el paso que articula, en un punto, la dimensión espacio-temporal y establece la escansión en la diacronía del trayecto: antes aquí, después allá. Es dentro de este marco que podemos pensar la función de una puerta, la que introduce una discontinuidad, la que separa dos registros a partir de la apertura que encarna un corte. Lacan, en su seminario El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica nos dice que solemos pasar por una puerta sin darnos cuenta y, en este sentido, la puerta no cumple la misma función instrumental que la ventana: “La puerta es, por naturaleza, del orden simbólico, y se abre a algo que no sabemos demasiado si es lo real o lo imaginario, pero que es uno de los dos”[1].
Así, Lacan aludió al objeto puerta como el símbolo por excelencia, “aquel en el cual siempre se reconocerá el paso del hombre a alguna parte, por la cruz que ella traza, entrecruzando el acceso y el cierre…”[2]. Tal como lo evoca la célebre frase de Neil Armstrong al pisar la luna: “¡un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad!”, a la que habría que añadirle, eso sí, que antes se abrió la puerta que lo permitió, así sea con la máxima sofisticación con la que imaginamos la puerta de un cohete. Es decir, el paso requiere de ese intervalo, de ese corte que produce la puerta en su movimiento de apertura y cierre. Por ello podemos decir que a cada puerta le corre su hilo de Rubicón.
Ahora bien, a diferencia del Dios que se hace puerta y que según San Juan proclama: “Yo soy la puerta; el que por mi entrare será salvo” ‒metáfora que delimita y diferencia el conjunto de los que entrarían y obtendrían la salvación, del conjunto de los excluidos de ella‒, Lacan introduce otra pregunta: “Si perforan una puerta, ¿dónde está el interior y dónde el exterior?”[3]. De esta manera, destaca que el objeto puerta establece en sí mismo una topología más allá de la delimitación del adentro y del afuera; algo que podemos aprehender, por ejemplo, de los testimonios de algunos sujetos autistas para quienes la experiencia con el objeto puerta no parte de la consideración del símbolo, sino más bien del signo, bajo el peso de lo real. Ciertamente, la posibilidad de consentir a alguna alternancia que rompe un continuo y establece fronteras es ya una conquista subjetiva. En su libro Atravesando las puertas del autismo, Temple Grandin[4] testimonia del terror que le causaba atravesar la puerta de vidrio de un supermercado (de las que se abren y cierran con sensores). Nos dice que cuando se enfrentaba con ella se sentía enferma: “Me temblaban las piernas, mi frente se cubría de sudor y sentía el estómago revuelto. Me apresuraba a pasar por la puerta, con la esperanza de que mi creciente malestar se desvaneciera, pero no sucedía así”[5]. Esa puerta percibida por Grandin como pesadamente “notoria”, le planteaba el horror de tener que cruzarla en los dos segundos que tomaba pasar por ella. Un corte, un vacío que parecía tragársela sin asidero alguno.
En cierto sentido, cuando aludimos a la experiencia analítica, podemos decir que, el vértigo de esta topología que excluye la vivencia de adentro y afuera, también se percibe. Primeramente, la puerta a atravesar es la de la consulta del analista. No es la puerta de vidrio descrita por Temple Grandin; la del analista no es transparente y se espera que él mismo la abra. El paso por dar a través de ella no es sin angustia; porque, después de todo, “¿Qué esperamos cada vez que se levanta el telón, sino ese breve momento de angustia? Ese que pronto se apaga… pero que nunca falta en el momento de los tres golpes y del telón que se alza”[6]. Así que, una vez que se rearma la escena analítica, en cada ocasión, se elide ese punto que circunscribe el paso a otra cosa, ese instante mismo en que se cruza el umbral. Una vez allí, instalada la transferencia, esa puerta va más allá del elemento determinador de la diferencia entre interior y exterior porque, ella misma en su cruce hace parte de la experiencia como tal. La paradoja consiste en que no es seguro que, cruzando el umbral de una puerta, se esté en otro lugar; más aún, cada pasaje por la puerta se repetirá una y otra vez, pero es claro, en cada ocasión, no se trata de la misma. Así lo dice el poeta: “Pregunté a la tarde de abril que moría: ‒ ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa? La tarde de abril sonrió: ‒La alegría pasó por tu puerta‒ y luego, sombría: ‒Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”[7].
En la cura analítica, un sujeto evidencia que existen no pocos momentos que dan la sensación de movimiento, de cambio, de desplazamiento, de avance. No necesariamente bajo la figura del atravesamiento, o sí; en todo caso, se trata de la sensación de llegar a un nuevo lugar desde el cual se habla. Por ejemplo, para Lacan, empezar un análisis requiere de una cierta implicación del paciente en sus dichos, en su posición respecto del goce que se desprende de su decir, es a esto a lo que llamó rectificación subjetiva. En este sentido, el sujeto encuentra la novedad de lo que emerge como otro lugar para él.
Para Miller, la entrada en análisis implica un atravesamiento del fantasma, condición para que se produzca la precipitación del síntoma[8]. De esta manera, opone a la dialéctica del deseo la fijeza del fantasma[9]. Pues bien, digamos que hay diversidad de puertas fabricadas con materiales y mecanismos diferentes. Es decir, podemos pensar que no es lo mismo usar una puerta giratoria, que no brinda la percepción de tener un umbral, un cruce como tal, y que girando conduce al mismo lugar -podemos acercar tal movimiento a lo que acontece con el síntoma en la cura, que usar una puerta que divide el plano en dos y define la línea de cruce, incluso a veces, con una clara indicación– asimismo podemos acercar la idea de esta demarcación al umbral relativo al fantasma. En todo caso, lo que sí podemos observar es que el acto de pasar, de dar un paso, instaura para el sujeto un nuevo lazo, una nueva posición como su agente.
Es decir, ese pasaje introduce un cambio de posición subjetiva concerniente a un nuevo lugar. Así, el corte que implica el pasaje introduce la cuestión de la ubicación del sujeto. En su curso El lugar y el lazo, Miller indica que el sitio tiene relación con el lugar, el “sitio aparece enlazado a un elemento que se inscribe en él, que puede inscribirse en él […]. El Uno del lado del sitio y lo múltiple del lado del lugar […]. El sitio está involucrado en cuestiones de sustitución, tranquilamente bajo la forma de la sucesión, o de manera más vigorosa bajo la forma de la exclusión. Pero lo que perdió su sitio por exclusión conserva siempre un lazo con lo que lo sustituye…”[10]. Por ejemplo, el atleta que por centímetros de diferencia puede ganar o perder una competencia, ubicándose en un determinado sitio en el lugar del podio, con una posición indicada: primero, segundo, tercero.
Miller afirma que “En ocasiones peleamos por el sitio, mientras que el lugar es bastante más pacífico, muchos lo frecuentan, y estos incluso pueden coordinarse: hete aquí que llega el lazo. Si estos muchos se coordinan, es posible que cada uno tenga su sitio […]. Es así como el lugar, bien ordenado, permite distinguir una multiplicidad de sitios, y allí puede girar lo que Lacan llamaba discurso, donde se articulan sitios y elementos”[11].
Tal como sucede en aquel juego, en el que un grupo de personas danzan al son de un ritmo alrededor de unas sillas (siempre el número de personas es superior al número de sillas o, lo que es lo mismo, hay una silla menos respecto al número de personas). Una vez que la música se detiene cada uno debe ocupar su silla y pierde quien se quede sin sitio para sentarse y así sucesivamente hasta que, al final, quedan dos personas y una sola silla, el sitio del ganador lo ocupa quien se siente en ella.
Tal vez, la verdadera cuestión que implica el pasaje a través de una puerta es la de ocupar un nuevo sitio para instituir un nuevo lugar o, como dice Miller, hacerle sitio al lugar. Pero, a diferencia de la primera, una última puerta en la experiencia debe parecerse más a un trampantojo, esa ilusión óptica usada en la arquitectura: un paisaje pintado en una superficie que simula una imagen real, una ventana que no da a ver nada, unas escaleras que no conducen a ninguna parte. Esa puerta que no tendrá llave, ni interior, ni exterior, ni umbral; más aún, y principalmente, no habrá Otro que la abra.
[1] Lacan, J., (1954-1955) El seminario, libro 2, El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, 1988, pp. 445-446.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Grandin, T., Atravesando las puertas del autismo, Buenos Aires, Paidós, 2003.
[5] Ibid., p. 78.
[6] Lacan, J., (1962-1963) El seminario, libro 10, La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 86.
[7] Machado, A., “Era una mañana y abril sonreía”, Poesías completas, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2022.
[8] Miller, J-A., Del síntoma al fantasma. Y retorno, Buenos Aires, Paidós, 2018, p. 13.
[9] Ibid., p. 10.
[10] Miller, J.-A., El lugar y el lazo, Buenos Aires, Paidós, 2013, p. 11.
[11] Ibidem.