Adela Fryd
EOL (Bs. As.)
En la práctica clínica es frecuente encontrarnos con «niños amos»: niños que son más amos que sus padres y que se ubican con una paridad asombrosa frente a cualquier adulto. Desde los dos o tres años parecen no responder a nadie, quieren ser reconocidos por el Otro y por los otros que los rodean, creen poseer una autonomía y comandar su elección de ser, funcionando como niños «solos» que hacen lo que quieren. Podríamos decir que se impone el «tomame como soy, porque yo soy así».
Estos niños caprichosos, desanudados de la racionalización, muestran que el «yo quiero» es anterior al «yo pienso». Son niños que, al parecer, no han sido bautizados por el significante amo. Algo faltó en esa captura y por ello aparece el capricho, que no es nada más que la eficacia del capricho materno sin la mediación del Padre.
En este punto, lo que se impone es el gozar. El gozar narcisista, que no cede, es autónomo, independiente de la disposición del Otro; lo que los hace impermeables a él y a la enseñanza.
Los niños amos creen ser artesanos de su propio destino pero no saben cuán comandados están por no reconocer las marcas del Otro. El capricho, que creen suyo, no les pertenece.
Son niños ariscos a los significantes que se le ofrecen en el campo del Otro, donde los ubicamos en posición de objeto. Y frente a la interpelación del Otro y a su deseo responden, principalmente, con el cuerpo. Pueden ir desde la abulia hasta la hiperactividad, pasando por el desgano y todas las variantes posibles de hacerse objeto para el Otro [1]. A veces estos niños están identificados con la fantasmática del Otro materno. Al no haber falta, al no haber pregunta, se responde con el yo, con la impulsión o con el falo imaginarizado.
Podríamos pensarlos como pensamos la neurosis narcisista: se apoderan de un significante del Otro y con ese significante se separan de él, quedando su yo ligado a ese goce pulsional.
Ellos están, de alguna forma, investidos de un significante que toma un carácter muy superyoico, lo que a veces se transforma en su destino. Actúan y son percibidos como jugando en la cornisa. Los padres quedan en la posición de testigos de sus excesos, de esta lucha infinita para separarse del Otro. Sin la falta de éste, no surge la pregunta sobre el enigma de su deseo.
Algo se complicó en la alienación y en la separación porque siguen alienados al deseo materno o, más propiamente, a la lengua materna. Y falta una intermediación paterna de estos padres narcisistas, infantiles, que dejan al niño del lado materno. Según Freud, estos niños se reivindican como una excepción, con el derecho a ser una excepción.
Pero esto no es lo que hizo Narciso. Enamorado de sí mismo, armó la sombra, el amor a sí mismo. Sin saberse víctima de su mirada, quedó encerrado en él: «soy único», «soy yo», «soy…». Este pasaje de los niños amos está, en todo caso, unido a la lengua materna, y fascinados por esa mirada que creen pueda llegar a ser su propia mirada.
Pero vemos que no se constituye en una verdadera idea narcisista y que es allí donde Freud lo nombra como un nuevo acto psíquico. Estos niños, si bien no son autistas, quedan muy pegados a un goce narcisista, a un plus de goce cercano al autoerotismo que produce un cortocircuito para disponerse al Otro.
El sujeto busca algo que lo represente, un ser que no tiene. Para ello pasa por el Otro. Si se queda solo con su propio goce, se queda con su ser y tiene sólo el goce de sí; si se enlaza al significante pierde su ser y tiene un sentido que le viene del Otro para acomodarse a él, al control de esfínteres por amor al Otro. Este amor es la operación que está en la base de la humanización de la entrada en la cultura y es algo que siempre implica una pérdida. Es un amor que los psicoanalistas llamamos «amor de transferencia». Si cede un poco de su propio goce al Otro, podrá engancharse y hacer algo con aquello que le surja como exceso.
Por tratarse de niños que monologan, los niños amos sólo escuchan al Otro si este dice lo que ellos saben. J.-A. Miller sugiere que deberíamos pensar en una clínica del despertar en la pesadilla, de que algo se imponga porque no estaba dentro de ninguno de los significantes del sujeto. Si la pesadilla despierta, es porque algo se impone y un significante que resuena en el cuerpo rompe la homeostasis. El sujeto se ve sorprendido por algo que no esperaba y esto puede generar una herida narcisista.
En la «Conferencia de Ginebra», J. Lacan nos dice que el hombre piensa con ayuda de las palabras, y en el encuentro entre esas palabras y su cuerpo se esboza la instilación del lenguaje presente en estos niños. Pero habiendo tenido un encuentro muy especular, no será sino el dispositivo analítico el que dará una nueva oportunidad a la palabra. De este modo, el momento del encuentro con el Otro puede ser un acontecimiento del cuerpo.
Continuar leyendo la presentación del grupo de investigación «Niños amo» coordinado por Adela Fryd: http://www.enapol.com/Boletines/059.pdf
- Berenger, E., Psicoanálisis: enseñanzas, orientaciones y debates, Editorial Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, Guayaquil, 2008.