Gabriel Vulpara

EOL (Buenos Aires)

Imaginen un mundo de mundos múltiples. Con fronteras que se pueden trasponer usando un simple artilugio electrónico. Allí, un mundo en órbita, un mundo para placer de ricos y poderosos, mirando desde arriba. Abajo, un mundo terrestre; un mundo de ciudades rápidas: ordinario, masificado, cercano y caótico. Y otro, sin lugar pero no sin espacio: un ciberespacio.

Imaginen al sujeto como conjunción hardware-software. Un sujeto sólo definible por sus implantes y sus capacidades aumentadas. Una ciencia híbrida entre medicina e informática lo hacen posible y habitual. No hay barra en él que no se subsane con códigos de programación: un sujeto en su inefable y estúpida existencia. Una existencia modelada por lo que se adosó a su cabeza o al resto de su piel: aditamentos que ya ni se consideran gadgets. Un sujeto que, incluso muerto, sigue allí en forma de una digitalizada estructura de personalidad cargada en una máquina. Aún no estamos allí, pero no estamos lejos.

Esa es la escena de Neuromante (Neuromancer), de William Gibson, publicado en 1984 [1]. En el New Romancer, tenemos significantes nuevos que se esfuerzan en dar cuenta de una lalengua cada vez más oscura. Y en la escena, los sujetos pueden. Pueden extender su vida y sortear enfermedades y heridas, pueden re-fabricarse. Los sujetos pueden: para poder, pueden hacerse objetos de una tecnociencia tan omnipresente que es ya la propia sustancia de la cultura. Una tecnociencia que apesta a mercantilismo. Ni la tecnociencia ni el mercado son entidades (discursos, diremos) reconocibles y situables en sí. De ellas como consistencias, insistencias, no se habla. No hace falta: están allí, en todo(s). Por ellas, y en ellas, los sujetos pueden alternar entre los sujetos. Sus conexiones neurales e implantes los hacen habitantes del ciberespacio a voluntad; un aparato llamado simestim –un juguete de la carne– permite entrar en otra carne y sentir lo que otro cuerpo siente. Case, el protagonista, ve y siente lo que Molly ve y siente.

Y la carne, aunque presente, no es tan importante: se diría apenas una bolsa, un envase. Las clínicas médicas tienen un aire a service de electrónica, o a supermercado. A Case le corrigen desperfectos neuronales, le ponen toxinas, le cambian fluido espinal, le retocan nervios y hasta «incluyeron un páncreas en el paquete», dice Molly (un páncreas inmune a drogas, que lo cura de su adicción para que cumpla mejor el trabajo). La misma Molly es un collage de implantes. Todo muy funcional, herramientas de trabajo: ellos son ladrones, hackers de cuerpo entero. Cuerpos adecuados a sus mundos.

Lo real está domesticado, tiene leyes de tráfico: tráfico de información digital; sobre todo, tiene leyes dictadas por el tráfico de electrones. Son leyes fundadas por el paradigma tecnocientífico ‒y su aliado el mercado‒: un entramado tan contenedor como inobjetable. Tanto, que su máxima creación, la Inteligencia Artificial, se llama a sí misma Neuromante al decir que invoca a las neuronas para que cumplan órdenes.

Pero no crean que el libro es sólo utopía negativa. Hay novela allí, aunque no nos extrañe que no sea la novela familiar. Podemos tener esperanza en que haya esperanza: en Neuromante la neurosis subsiste. Aunque los personajes estén con encefalograma plano, los sujetos siguen, angustiados, su Historia, confirmando que el nudo de cuatro es inmune al cerebro. Allí, el buen y viejo sujeto lleva a cuestas su cuerpo (digámoslo ahora parlêtre), preocupado por el Otro sexo, penando y buscando antiguos amores, y teniendo sexo del mismo viejo modo: si bien con el simestim se puede sentir todo lo que otro cuerpo siente, Case nunca pensó en usarlo para conocer la versión de Molly del goce sexual.

Más allá de las relaciones sexuales la relación sexual sigue sin escribirse, aunque se escriban programas de computación o códigos genéticos, aunque se escriban los cuerpos… aunque se escriba Neuromante. O tal vez, justamente, porque se escribe Neuromante.