Diana Paulozky

EOL (Córdoba)

Los fenómenos actuales llaman a nuestra interpretación, más aún cuando ellos mismos son una forma de interpretación que nos interpela.

Hace 150 años, Herman Melville daba una respuesta a las patologías de su época, a la objetivación del hombre, al aplastamiento subjetivo producido por las grandes ciudades, al consumismo y la falta de lazo al otro.

Recordemos a Bartebly, ese personaje inolvidable, que tenía una fórmula contra la masificación: «Preferiría no hacerlo», fórmula bloque, que se cierra en sí misma y que en su solemne reiteración encarna la locura de su medio, agotando el lenguaje, de un solo golpe.

Hoy, hay otros modos de respuesta que, por representar el peso de la masificación, ya no es una fórmula individual, sino colectiva.

Hoy ha surgido un nuevo fenómeno que crece en el mundo: los zombis, que impregnan las series televisivas, el cine, la literatura, hacen marchas, se juntan, se casan…

Si Bartebly, el escribiente, habla una lengua extranjera, los zombis son la encarnación de lo extranjero, del alienado, pero en masa, constituyendo así una nueva horda que nos invade.

Los zombis son muertos vivientes, que representan en espejo una vida de autómatas.

¿Acaso, los que responden sin más al imperativo «¡goza!», los que transitan sin rumbo, los desorientados, los que no pueden hacer lazo, no encuentran en el zombi una manera de representar el horror del sin sentido?

¿Por qué estos seres desagradables, que tienen ojos que no miran, que no van hacia ninguna parte, sino que deambulan acechando a los humanos, por qué ‒me pregunto‒ tienen cada vez más adeptos, son tema de películas y hacen marchas ostentando sus desagradables cuerpos desalineados?

El zombi es un descerebrado, horrorosa representación del idiota, es una metáfora de la abulia, de falta de deseo, y de sentimiento.

Estos autómatas se convierten en espejo de la sociedad de consumo, encarnan los muertos vivos e incriminan a los vivos que están muertos, sin saberlo.

Es interesante ver que en el film Zombies party hay un solo personaje vivo entre los zombis, que va a trabajar con cara de aburrimiento, como un autómata más entre los autómatas. Sin diferenciación, son todos muertos vivos.

Los zombis encarnan el final de la historia de la que habló Fukuyama, en la que quedarán ellos, estos desechos humanos, restos muertos.

Esos cuerpos degradados, seres fantasmales, representan el vacío, barren con los semblantes, se burlan desde su abominable ex-sistencia, encarnando lo siniestro.

La autómata del cuento de Hoffman era una creación, una muñeca manejable, que no producía miedo. En cambio, estos seres representan lo desconocido, lo mortífero, la otredad más allá del lenguaje. No tienen la delicadeza de Olimpia, ni pertenecen al romanticismo estetizado del conde Drácula.

El zombi traga, no come; deambula en vez de caminar; pasea su grotesca irracionalidad ostentando la obscenidad de su cuerpo fragmentado.

¿No constituyen acaso una respuesta a la maquinización del hombre, al movimiento de objetivación que sufre hoy el sujeto?

Ellos encarnan un real con el que también tenemos que enfrentarnos los psicoanalistas de hoy y sin dormirnos escuchar el grito de Lacan en «La tercera»: «¡Psicoanalistas no muertos, esperen el próximo correo!». [1]


  1. Lacan, J., «La tercera», Intervenciones y textos 2, Manantial, Bs. As., 1991, p. 85.