Silvia Ons

EOL (Bs. As.)

En el año 2008, tapas de revistas e imágenes de Internet mostraron una foto que no podía menos que sorprender: una imagen masculina portando un gran vientre en gestación. El título de la portada, «primer hombre embarazado», causaba aún más perplejidad, incitando la curiosidad. La nota aclaraba ese fenómeno, contando la historia de su personaje: se trataba de una mujer ‒otrora reina de belleza‒ que había decidido cambiar su identidad. Así, a los 24 años, se sometió a una operación para eliminar los pechos (mastectomía) y legalmente cambió su género de femenino a masculino, haciéndose llamar Thomas Beatie. Comenzó un tratamiento hormonal para aumentar los niveles de testosterona, pero prefirió mantener sus órganos sexuales femeninos, a pesar de llevar una vida como si fuese hombre. Se casó legalmente con una mujer y decidieron tener hijos pero como ésta no podía, Thomas Beatie ‒previa inseminación‒ gestó al bebé. Para recuperar el ciclo menstrual perdido se suspendieron las inyecciones bimestrales de testosterona y Beatie logró tres embarazos seguidos. Ante la pregunta acerca de cómo vivía este proceso contestó: «Increíble, estoy estable y seguro de mi mismo como el hombre que soy. Técnicamente me veo como un sucedáneo de mí mismo, aunque mi identidad sexual es de varón. Yo seré el padre, Nancy la madre y seremos una familia». «El embarazo es una sensación increíble», afirmó.»Mi barriga crece día tras día, pero yo me siento hombre y cuando nazca mi hija, yo ejerceré de padre y Nancy de madre», añadió.

La ex-reina de belleza no solo no aceptó su sexo biológico, modificándolo con operaciones y hormonas masculinas, sino que tampoco aceptó los límites que este cambio implicaba, y entonces quiso el embarazo para tampoco consentir en la maternidad que éste conlleva. Gracias a la ciencia, pudo lograr todos sus propósitos. Hoy en día el caso no es tan excepcional y los desarrollos tecnológicos permiten la realización de las fantasías más insospechadas, siendo muchas veces ese mismo desarrollo, el creador de esas realidades, antes solo oníricas. Freud se refirió a ciertas fantasías que circulan sin demasiada intensidad hasta recibirlas de determinadas fuentes. (1) Los avances científicos funcionan como una fuente adicional que les ofrece la oportunidad de consumarse traspasando cualquier barrera. No me referiré aquí a las enormes ventajas que son consecuencias de esos avances, mi interés consiste en analizar la manera en la que tales progresos pueden conducir a la ilusión de lo ilimitado. Es la ciencia, pero es también el espejismo de una posible reinvención permanente en nombre –siempre‒ de los derechos humanos. Nótese que siempre se apela a ellos cuando se trata de satisfacer cualquier deseo, que encuentra en la ciencia a su mejor aliado. El aparente culto al cuerpo ‒característico de nuestra época– es en realidad un culto al poder de la mente, capaz no solo de traspasar ese cuerpo sino, incluso, de crearlo. Piénsese en el anuncio de una compañía estética que dice «entre con el cuerpo que tiene, llévese el que quiere», tal publicidad es el paradigma de todas las ofertas que aparecen en el mercado. Cambiar de cuerpo, de inclinación sexual, de país y de costumbres, de orientación política (ya parece natural que alguien se «de vuelta»), de estilo de vida. Reinventarse día a día parece ser la consigna hipermoderna. El mundo actual por un lado nos constriñe, infundiéndonos miedo, y por otro lado nos hace creer que no hay límitesCabe aquí citar como ejemplo a la artista plástica Orlan quien, en búsqueda de nuevas identidades, inicia una serie de operaciones quirúrgicas con distintos cirujanos y en diferentes países. Ella dirige las intervenciones, realizadas bajo anestesia local, ante la vista de fotógrafos y de cámaras de televisión, de acuerdo a una minuciosa planificación. El quirófano deviene un escenario en el que las operaciones son musicalizadas, el staff médico lleva ropa creadas por diseñadores famosos y textos poéticos son leídos para acompañar el guión. La carne se transforma en equivalente a una tela como el soporte sobre el que se gesta una obra que intenta fugarse de la naturaleza y demoler la diferencia entre los sexos. Orlan pretende denunciar así a las presiones sociales ejercidas sobre el cuerpo femenino, considera caduca nuestra noción del cuerpo y propone un uso de la tecnología aplicado a la vida humana donde todo pueda ser intercambiable y renovable para lograr un ser humano «más feliz». Claro que en ese propósito por acusar a las normas culturales que se imponen sobre el cuerpo, termina ella misma ejerciendo una presión aún más fuerte al moldearlo cruentamente a su capricho.

Cuando ya desaparecen los caminos rectores, múltiples se levantan y probar de todo lleva así al abismo de lo ilimitado La tecnología, de la mano con el derecho a una reinvención permanente, coadyuva para la consumación de tal fin, sellando una de las características más salientes de este siglo. [1] Vayamos ahora a los dos anteriores.

El siglo XIX tuvo en la biología a una de sus grandes marcas y asistió a su nacimiento como ciencia con Bichat, su creador. Ya en el siglo precedente se anunciaba este porvenir, la botánica y la zoología se convertirían en disciplinas cada vez más profesionales. Lavoisier y otros científicos unían mundos animados e inanimados a través de la física y de la química mientras que los naturalistas se centraban en la mutación de las especies. La teoría celular proporcionaba nuevos fundamentos sobre el origen de la vida, y estas investigaciones así como aquellas concernientes a la embriología y a la paleontología dieron origen a la teoría de la evolución por selección natural de Darwin. En su final, el siglo XIX vio el derrumbe de la teoría de la generación espontánea, y el surgimiento de la teoría microbiana de la enfermedad.

El siglo XX dio lugar a descubrimientos biológicos sin precedentes como la estructura del ADN, hallazgo que trajo como consecuencia un despliegue notable de la biología molecular, con el descifrado del código genético, la pasión por el genoma humano. Claro que a nivel de la física el avance fue aún mayor. Empero, junto con estos desarrollos otro auge, el del culturalismo, dejaría a nivel ideológico un trazo mucho más fuerte. Imposible aquí reseñar sus distintas aristas y corrientes. A grandes rasgos, podemos decir que la corriente culturalista fue llamada de esa manera por el especial acento en el análisis de la cultura, a diferencia de la antropología social británica (interesada en el funcionamiento de las estructuras sociales), y la etnología francesa desarrollada por Durkheim y Mauss. Fue en Estados Unidos donde Boas estudió hijos de inmigrantes para demostrar que las razas biológicas no eran inmutables y que la conducta y el comportamiento de cada grupo humano obedecía a su propia historia y a las relaciones que hubiera establecido a lo largo del tiempo con su entorno social y natural, y no al origen étnico del grupos o leyes naturales. La primera generación de estudiantes de este austríaco produjo estudios muy detallados que fueron los primeros en describir a los indios de América del Norte. Al hacer eso, dieron a conocer una gran cantidad de detalles que fueron usados para atacar la teoría del proceso evolutivo único. Así, su énfasis en los idiomas indígenas contribuyó al desarrollo de la lingüística moderna. Siguieron los estudios sobre cultura y personalidad llevados a cabo por discípulos de Boas como Margaret Mead, Ralph Linton y Ruth Benedict. Influenciados por Freud y por Jung, estos autores analizaron cómo las fuerzas socio-culturales forjan la personalidad individual. La antropología francesa partiendo de Durkheim y Mauss se nutrió de los vínculos que Lévi-Strauss estableció con antropólogos estadounidenses e ingleses mientras que Gran Bretaña vio el esplendor del funcionalismo. La función sustenta la estructura social, permitiendo la cohesión fundamental, dentro de un sistema de relaciones sociales.

Es fácil advertir la estrecha vinculación entre el culturalismo y las teorías de género, que plantean que la orientación sexual de una persona y su identidad o género son el producto de una construcción social y que, por lo tanto, los lugares que se ocupan no dependen de un dato biológico sino de la función a desempeñar. El terreno de los discursos que se entrecruzan en torno de la diferencia sexual, los géneros socialmente reconocidos, y la identidad femenina, ha sufrido en los últimos tiempos una serie de modificaciones imposibles de sintetizar. Poco a poco, se ha ido construyendo una zona equívoca en la que confluyen, sin lograr comunicarse del todo, las distintas versiones del psicoanálisis, las diversas políticas feministas y la dispersión de enfoques de las ciencias sociales. Podemos decir que en el siglo XX se presentó una contraposición entre los planteos que consideran que la sexualidad está determinada biológicamente y entre aquellos que sostienen que se trata de una construcción cultural variable de época en época y de cultura en cultura.

Si bien el concepto de género surge fundamentalmente entre los años 50 y 60 en el ámbito de las ciencias médicas para explicar los paradigmáticos casos de intersexualidad y de las ambigüedades genitales, el impacto en el ámbito de las ciencias sociales fue significativo en tanto supuso poner fin a las explicaciones derivadas de las determinaciones biológicas y alertó acerca de la construcción cultural de la diferencia sexual. El género se transformó en un instrumento fundamental de la teoría y la práctica feminista y cuestionó a teorías esencialistas sobre las diferencias entre varones y mujeres. A partir de la inclusión del género en la lectura de la realidad, se reservó el término «sexo», para designar a las diferencias anatómicas y fisiológicas entre machos y hembras, y el término «género», para designar la elaboración de valores y roles impuesto por la cultura sobre la diferencia sexual. Así, por ejemplo, se dice que la mujer que aparece en las teorías es el producto de una construcción social específica de lo femenino y que la dominación sexista trabaja en el interior de las disciplinas supuestamente científicas racionalizando lo que no es más que relación violenta de poderes; nada determinante hay en la condición biológica femenina.

Antes de 1955 no existía el concepto de género referido al sexo de una persona, ni el trastorno de identidad de género. Fue John Money quien, en Estados Unidos, creó el término señalando que la identidad de género no podía diferenciarse ni llegar a ser femenina o masculina sin estímulo social, en contraposición con los deterministas biológicos reconoció que la sexualidad es multicausal. Fueron los constructivistas quienes, inspirados en Foucault, dieron aún un paso más en su lucha contra el enemigo representado por el esencialismo del que formaría parte el psicoanálisis, al asegurar puntos cardinales en el ser parlante. Por el contrario, el constructivismo foucaultiano intentaría construir experiencias subjetivas nuevas y distintas, «invenciones de sí mismo», en las que pululan los placeres nómades. Tal sujeto mutante, abierto a la diversidad de goces, repudiaría cualquier estructura determinante, también la del inconsciente, de ahí el rechazo de Foucault al psicoanálisis. El constructivismo ligado con algunos estudios feministas, gays, queer y lesbianos enraizados con el culturalismo, sin embargo se desafilian de él, acercándose al liberalismo y enarbolando como ideal a la consigna «tu cuerpo es tuyo».

El siglo XXI parece haber hecho fenecer a la consabida oposición entre el biologismo y el relativismo cultural, ya que la ciencia se ha puesto al servicio de ese relativismo. Si las teorías de género afirman que no existen papeles sexuales esenciales o biológicamente inscritos en la naturaleza humana, sino formas socialmente variables de desempeñar uno o varios papeles sexuales, la ciencia de nuestros días favorece tal supuesto. Alquiler de vientres, cambio de sexo, espermas congelados que se venden de acuerdo a los gustos, son algunas de las tantas formas en las que se comprueba la asociación entre la ciencia, el culturalismo bajo su aspecto más funcionalista y el mercado. Sin embargo, analizando más de cerca el fenómeno pronto notaremos que la alianza mayor no es entre el culturalismo y las técnicas científicas, sino entre el constructivismo y las técnicas científicas. La consigna «tu cuerpo es tuyo» hace que ese cuerpo ni siquiera responda a la impronta cultural y que se adapte a los nuevos avances de la biología como ciencia de lo sexual. Pero nada de esto sería posible sin el fundamento en lo que llamaría la «ideología de los derechos humanos», caracterizada según Laurent [3] por el precepto: «No existiría nada que la igualdad de derechos no pudiera resolver», igualdad que también sobrepasaría a cualquier cultura.

Es muy interesante la indagación que hace Alemán [4] acerca de la teoría del sujeto que está en juego en los postulados de Foucault. Las críticas al psicoanálisis se fundamentan en considerarlo esencialista, por el contrario el constructivismo foucaultiano intenta construir experiencias subjetivas nuevas «invenciones de sí mismo» que le mostrarían al psicoanálisis que no hay esencias humanas. Cabe aquí recordar otra crítica dirigida al psicoanálisis, la de Gianni Vattimo, quien ve en la sexualidad uno de los últimos reductos metafísicos de nuestro tiempo. Alemán nos dice que la subjetividad foucaultiana es esa subjetividad incesantemente modificable, subjetividad nómade que ha erradicado la experiencia de lo real. Sujeto en fin que debe estar en condiciones de configurarse a sí mismo, y que para ello necesita no quedar apresado en ninguna estructura, ni siquiera la del inconsciente.

Recuerdo que Pierre Hadot afirma que en Foucault hay una versión dandy del «cuidado de sí». Este autor ha escrito un libro llamado Ejercicios espirituales y filosofía antigua que ha inspirado a Foucault en su obra Historia de la sexualidad. Hadot dice que Foucault transformó en «técnicas de sí mismo» lo que él llamó «ejercicios espirituales» y que esa concepción está demasiado centrada en el «sí mismo» a diferencia del «cuidado de sí» griego. Elisión, por ejemplo, de que el ejercicio estoico apunta a superar el sí mismo, pensando y obrando en el sentimiento de pertenecer a la razón universal.

Ese sujeto que se reinventa permanentemente rechaza cualquier sujeción, encontrando en los avances científicos a su mejor aliado. Si antaño el psicoanálisis cuestionaba la pretensión de igualación del significante del ideal en su ambición totalitaria y hegemónica, hoy compete realizar esa operación respecto a las perspectivas que intentan desconocer el carácter de alteridad que tiene el cuerpo, carácter que lo hace distinto al yo en su intento por dominarlo. Cabe entonces desmontar el matiz ilusorio de la consigna» el cuerpo es tuyo» ya que el cuerpo no nos pertenece por entero. En 1916, Freud ubicó al psicoanálisis dentro de los tres grandes descubrimientos que hirieron el amor propio de la humanidad. Copérnico mostró que la Tierra no es el centro del universo, conmoviendo la pretensión del hombre de sentirse dueño de este mundo. Darwin puso fin a la arrogancia humana de crear un abismo entre su especie y la del animal. Pero ni la afrenta cosmológica ni la afrenta biológica han sido tan sentidas por el narcisismo como la afrenta psicológica. Porque el psicoanálisis enseña que el yo, no sólo no es amo del mundo ni de la especie, sino que no es amo en su propia casa.


  1. Freud, S, «Lo inconsciente», El comercio entre los dos sistemas, Obras completas, T. XIV, Bs. As., Amorrortu, Bs. As., 1986, p .188.
  2. No me refiero aquí a los derechos humanos en si mismos ‒de tanta importancia para la humanidad‒ sino la ideología que hace que ellos se expandan usándose como justificación para todo. Dice Silvio Maresca que la ideología de los derechos humanos pone el acento en el ciudadano, versión política de la subjetividad moderna, esto es, del hombre identificado con la mente. Claro que, a diferencia de siglos anteriores, el ciudadano aparece antes bien como individuo universal que como miembro de un Estado-nación. Consiguientemente, lo político tiende a desdibujarse en beneficio de una omniabarcante e indiscriminada igualdad de derechos.
  3. Laurent, E., El goce sin rostro, Tres Haches, Bs. As, 2010.
  4. Alemán, J., Notas antifilosóficas, Grama, Bs. As., 2003.