Mirta Berkoff
EOL (Bs. As.)
En nuestra práctica cotidiana nos encontramos hoy con consultas por niños que resultan imparables, a los que parece no conmover una palabra de autoridad. A su vez, los padres ante el vacío de las normas se preguntan: «¿cómo criar a los niños?».
Cuando tratamos de entender este afán de movimiento en los niños, que parecen no tener un punto de detención, encontramos que el discurso propio del siglo XXI empuja en sí mismo a la aceleración. Hemos de pensar que hay algo de lo fast que está socialmente aceptado y que es, incluso, socialmente esperado.
Los niños de hoy no están ajenos a este empuje propio del discurso de su tiempo. Los vemos ajetreados salir del colegio hacia clases de guitarra, danza, circo y football. Los vemos hacer sus tareas mientras chatean conectados con infinidad de amigos virtuales. Sin duda, habitamosuna época en que los ideales contemporáneos tienen que ver con la celeridad con la que surgen significantes nuevos en la cultura.
Pero lo que observamos, es que junto a su desmedida aceleración estos significantes que proliferan tienen poco peso y esto incide en la dificultad de corporización actual.
Nos encontramos entonces con niños desbrujulados, que se presentan como un torbellino, donde la precariedad de lo simbólico parecería incrementar el empuje a la descarga motriz en un cuerpo enloquecido.
Niños que a falta de un significante rector ya no dan peso a la palabra del Otro.
La mirada del Otro hoy ya no es más una fuente de vergüenza, pues no es válido el lugar desde donde ella se sostiene. Esa mirada cumplía una función civilizadora, circunscribiendo y fijando el goce.
La época en la que vivimos muestra que la fragilidad de lo simbólico hace tambalear el punto de detención que era el más común y el más eficaz, el Nombre del Padre.
Una de sus consecuencias es este empuje a lo fast, semejante al que encontramos en la manía, que es una enfermedad de la puntuación. El significante amo no opera como punto de basta, tampoco lo hace el objeto que se desliza sin plomada. La metonimia de objetos a la que el sujeto se consagra es infinita, como lo son los objetos de consumo que le sirven para taponar la falta.
J.-A. Miller al introducir la idea de un discurso hipermoderno nos aclara que en él los elementos no se ordenan, están dispersos. Podemos pensar allí un plus de gozar desanudado, acelerado en su producción, que comanda el discurso pero no articula ninguna pérdida.
El resultado es un cuerpo sin resonancias, donde la palabra parece no anudar bien el afecto, como si la pulsión pudiese desamarrarse del significante dificultando la corporización.
¿Cuál es nuestra respuesta ante este desamarre de los cuerpos?
El psicoanálisis no adhiere a la nostalgia por el viejo orden, no se propone restaurarlo, pero tampoco adhiere al apuro. Da lugar a la palabra del niño y a la de sus padres para ayudarlos a detenerse, a que encuentren un punto de basta singular, a su medida, que les sirva para vivir mejor y arreglárselas con lo novedoso del discurso imperante.