Hay en el Evangelio según San Mateo un diálogo entre el discípulo y el maestro:
-Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?
Jesús respondió: Amarás al Señor con todo tu corazón, alma y mente.
Este es el primer mandamiento, pero hay otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, concluyendo: en estos se fundamentan la Ley y los Profetas.
El amor fraterno elevado al pináculo del bien señala el camino que enmarca el lazo entre los congéneres, emparentándose con el imperativo categórico kantiano: «Actúa de manera tal que la máxima de tu acción pueda ser en principio la de una legislación universal».
Un mandamiento apoyado en la razón pretende ser una guía para la acción del hombre en la búsqueda del bien general al precio de desconocer la singularidad del goce que aleja al sujeto de toda ilusión humanista. Empero hay que saber que la pulsión es como el diablo que mete la cola que pone en jaque al bien como valor soberano.
El discurso analítico puso al descubierto la existencia de la ferocidad que suele habitar los lazos asociativos supuestamente unidos por el amor, como se constata en los asuntos de familia, entre hermanos, amigos, y en toda estructura habitada por seres hablantes. El goce articulado a la pulsión de muerte cuestiona en parte el binarismo víctima-victimario que ocupa un lugar prínceps en el mundo actual.
¿Quién es una víctima en el seno familiar? Excluyendo de esta descripción a aquellos que padecieron los efectos de la violencia sin participar como responsables de la misma, víctima es aquel que es partícipe necesario de la agresión de un otro anónimo o encarnado en el partenaire adecuado.
Es el que comulga con la creencia, o la superstición, que supone que su destino está marcado desde el lugar de un Otro maligno llamado victimario. Posición fantasmática que intenta eludir su responsabilidad subjetiva en el relato que lo concierne. El análisis enseña que lo pasible de ser modificado es el relato que cada uno se ha hecho acerca de su novela familiar. «Modificar el pasado», escribió J. L. Borges, «no es modificar un solo hecho: es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas».
¿Qué es un hermano?
Para bordear una respuesta tomo como referencia una obra de teatro, versión folclórica de la leyenda de Abel y Caín, titulada Terrenal, pequeño misterio ácrata, de Mauricio Kartun. [1]
Según Flavio Josefo, historiador romano del año 90 a.c, Caín significa «posesión» y Abel significa «nada».
Los bíblicos hermanos expresan la rivalidad estructural, demoníaca, entre dos yo donde uno encarna la posesión y el otro encarna la nada.
En la obra se capta que una de las causas del odio de Caín, que culmina en el asesinato de Abel, se funda en la preferencia del Dios Padre hacia este último.
En el texto se va generando, a partir de los diálogos, un clima que va anticipando el desenlace fatal. Se transita un trayecto lento pero irremediable que va desde la agresividad íntima a la agresión mortífera.
Paradójicamente, es Caín quien intenta honrar los mandamientos paternos siendo Abel el rebelde a los mismos.
A esto hay que agregarle la distinta valoración respecto del tener, del acumular bienes, que está en el fundamento -en este caso- de la rivalidad fraterna.
«Nunca nos entendimos nosotros dos», dice Caín.
«Deberíamos. Porque esa es la ley primera. Somos hermanos», responde Abel.
El autor pone en boca de este una sentencia que define cómo en el lazo fraterno se pone de manifiesto la agresividad.
Dice Abel: «Somos hermanos a las manos».
El drama crece hasta el momento en que Caín, provisto de un arma, se dispone a matar a Abel. En ese instante hace su aparición el Dios-Padre. Su palabra introduce, por un instante, una arista simbólica que posterga el acto asesino.
Pero el asesinato se consuma. Al consumarse el asesinato, el Dios padre dice a Caín: «Pelear es ser par. El bofetón es vida. Sin choque no hay chispa. Nada se mueve sin riña». «La miseria no es pelear, la miseria es matar al par. El uno crece de a dos. El dos peleando es armonía».
Caín es empujado a la soledad del destierro, mutando de victimario a víctima… víctima de su goce. «Sos tu condena», dice el Dios padre, «sos el fruto de lo que plantaste».
Lo indialectizable del odio fraterno pone de manifiesto cómo la violencia, efecto de la singularidad del goce, de lo mortífero de la pulsión de muerte, desborda la precariedad de los límites simbólicos, denunciando en esta ocasión la exaltación del YO y la inexistencia del Otro de la ley.
El mundo actual promueve una idealización del yo al intentar ubicarlo como el sujeto supuesto saber del goce. Quien dice yo soy yo se afirma en un delirio de identidad[2] posicionándose como victimizado, ergo encontrará a su victimario.
Un nuevo mandamiento, orientado por la pulsión, asoma: «Odiarás a tu prójimo como a ti mismo». Expresión retórica que afirma que en cada sujeto habita un Caín.
Esta matriz presente en los asuntos de familia, produce enredos en la práctica, pone de manifiesto la presencia de Otro feroz portador de un goce oscuro que habita al sujeto, aunque se esconda bajo el semblante del amor familiar.
El sujeto perturbado que suele presentarse como víctima del Otro, permite captar la hiancia entre lo real y la realidad como así también la hiancia entre una víctima y otra.
«Para millones y millones de seres humanos el verdadero infierno es la tierra». Arthur Schopenhauer.
NOTAS
- Kartun, M. Terrenal. Pequeño misterio ácrata. Buenos Aires: Atuel. 2014.
- Miller, J.-A. Donc. Buenos Aires: Paidós. 2011, p. 119.