Por Cristiana Cardoso Pittella (EBP)
El mal y la soledad en el niño no son algo nuevo. San Agustín consideraba que el niño estaba inmerso en el pecado, fuente de todo mal. La maldad y la soledad del niño han sido abordadas en las historias infantiles antes de que Walt Disney las reescribiera con la pátina del American way of life. El beso que transforma al sapo en príncipe no es sin maltratarlo, decapitarlo y quemarlo; un Pinocho irritado con los buenos consejos del grillo parlante lo mata de un martillazo en la cabeza; Aladino nunca libera al Genio de la lámpara pensando solamente en sí mismo… La perversión polimorfa pone en cuestión la inocencia del niño y Freud revela al mundo que hay en el hablanteser una disyunción entre el bien estar y un goce más allá del principio del placer que lo habita.
La caída de los ideales produce síntomas que invitan a gozar cada vez más. El rechazo a saber de la existencia castrada puede conducir al sujeto a actos de violencia y odio contra otro y a sí mismo. Hay solidaridades identificatorias que se ponen en juego, no por la vía de la identificación por amor al padre sino a partir de lo peor y, sin mediación, en una gran soledad, arriesgan cada vez más sus vidas y las de otros. ¿En qué tiene el mal que ver con la soledad? ¿Sería él una manera de tratar la soledad? ¿Sería la soledad una ruptura del lazo con el Otro malo?
Veremos cómo el relato de la EBP, Garotos maus, crianças sozinhas (Chicos malos, niños solos), considerará que la cuestión del uso de las drogas y el tráfico a niños y adolescentes brasileños, son del mismo orden que de los que se juntan al DAESH. Y cómo la clasificación psiquiátrica – comportamiento opositor, antisocial y trastorno de conducta encierran, segregan e intentan acallar al niño y al adolescente desresponsabilizándolos.
Traducción: Cecilia Gasbarro