Por Leticia Varga y Natalí Boghossian
Conflictos familiares: ¿destino o responsabilidad?
Cuando se plantea destino o responsabilidad, ¿eso implicaría una repartición entre lo necesario y lo contingente? ¿Algo de la configuración familiar estaría destinado necesariamente al conflicto más allá de cuál sea su configuración: familia monoparental o multiparental, nuclear o ensamblada, homosexual o héterosexual? Entiendo que ustedes se preguntan eso: si el conflicto es inherente a la familia o si el conflicto es responsabilidad de una mala manera de llevar adelante la familia. Es una buena cuestión, porque si uno lo piensa como responsabilidad, desemboca necesariamente en la idea de que podría ser evitada, que si uno escuchara más al otro, si tuviera una mejor disposición, si fuera más comprensivo, más tolerante o todo lo contrario, si el padre fuera más riguroso o amistoso, si la madre fuera más cariñosa o severa… En esa dirección desembocaríamos en la idea que queremos desterrar. Por ejemplo, en los casos del autismo nos negamos a pensar que la responsabilidad sea de los padres. No pensamos que la determinación de los hijos sólo esté en las manos de los padres. Eso es una fe ciega en el Edipo.
LV: Estaba pensando en el caso que presentó recientemente en la Escuela Miguel Furman sobre autismo que daba cuenta, justamente, de lo contrario. La transmisión es del trabajo de él con el niño. No había ninguna entrevista a padres. No había ninguna causalidad, ningún origen, sino el trabajo del analista con un niño autista y los efectos. Miguel comentaba que la familia era una familia con la que se podía contar para el tratamiento de ese niño.
Indudablemente. El psicoanálisis es un responsable de haber hecho pasar a los medios y a la cultura de nuestra época la metáfora paterna. Nosotros hemos ayudado a que la metáfora paterna triunfe. Mostramos que el deseo de la madre es un deseo de apropiarse del niño, ya sea bajo la forma de fetiche, ya sea bajo la forma de un objeto más o menos falicizado. Explicamos que la función del padre es impedir que el capricho materno haga del niño su partenaire fundamental y hemos demostrado que, dependiendo de la eficacia de la intervención paterna y del lugar que la madre dé al padre, resultan estructuras clínicas. Es difícil explicar que no se trata de las personas sino de las funciones, porque las funciones no existen en el cielo de las ideas, las funciones están encarnadas por personas. El libro de Manuel Zlotnik, El padre modelo, muestra bien que se trata de lo vivo del padre no sólo de la función paterna. Hay una función pero además hace falta al menos uno que encarne la función. Toda la reconfiguración del Edipo freudiano y la relectura que hace Lacan a finales de los años cincuenta a partir de la metáfora paterna, abre la posibilidad de pensar la responsabilidad que le corresponde a la familia en el conflicto, con el trasfondo de que si las cosas funcionaran como debieran, es decir, si el padre cumpliera su función, si la madre diera lugar a la palabra paterna, el conflicto sería mínimo o no habría conflicto. Pensar en la posibilidad de que no haya conflicto es equivalente a pensar que no haya síntoma. Por eso, en la dialéctica entre destino y responsabilidad, me inclino a pensar en aquello que ustedes llaman «destino». Tal vez no lo llamaría «destino», pero es muy elocuente para nombrar algo que es del orden de lo necesario, de lo que no cesa y que no va a cesar. No hay que suponer que si las cosas estuvieran mejor barajadas, si la familia estuviera mejor compuesta, si las funciones estuvieran mejor encarnadas, entonces el conflicto sería contingente. Pienso que cuando ustedes se refieren a la figura del destino apuntan a lo que no es contingente, a lo que no depende del azar ni de la voluntad, a lo que está escrito como «lo que no cesa». Me parece que necesariamente cuando se trata de la familia, estamos en el terreno de un conflicto que no cesa. Porque no cesa el conflicto entre los goces. No hay armonía entre los goces y entonces hay un conflicto irreductible que está en el seno de la familia, notoriamente en la familia heterosexual en la medida en que pone de manifiesto que un hombre y una mujer son radicalmente distintos en su manera de amar, en su manera de gozar y en su manera de desear. Y esto no se resuelve de ninguna manera. Lo interesante sería explorar de qué manera, aunque las familias se recomponen, se reconfiguran, el conflicto irreductible entre los goces persiste. Por ejemplo, ¿de qué manera persiste el desencuentro entre los goces en una pareja homosexual, donde aparentemente ambos estarían del mismo lado de las fórmulas de la sexuación? La homosexualidad no es una paridad, y la clínica muestra que más allá de las contingencias sexuales, la diferencia de los goces persiste. Es lo que las fórmulas de la sexuación escriben cuando indican que no hace falta ser hombre o mujer para colocarse de un lado o del otro. Así que en la fórmula general «destino o responsabilidad», pienso que da más en el clavo de lo real, de lo real de nuestra práctica, la dimensión de «destino».
LV: Estás ubicando lo que no cesa de escribirse y la imposibilidad de reducción de ese real, tomando lo de destino así, porque si no también el destino tiene una cara muy neurótica.
No, no lo estoy tomando como la neurosis de destino. Pienso efectivamente al destino como lo que no cesa de escribirse. Es decir lo que se va a repetir.
NB: Claro como una no-relación sexual dentro de la familia.
Es que la familia es el escenario donde se juega la no-relación sexual. Efectivamente, todos los impasses de la sexualidad hétero, homo, trans, se escenifican en el ámbito de la familia, porque la familia implica -de una manera más neurótica o más psicótica o como lo queramos llamar- consentir al goce del Otro. Si no, estamos en el territorio del soltero. Necesariamente, la familia, sobre todo si pensamos que la familia se constituye como tal a partir de los hijos, es el escenario donde se inscribe en la sociedad, al menos nuestra sociedad occidental, la no-relación sexual. Donde se hace manifiesto el impasse de la no relación sexual y eso es un conflicto irreconciliable entre los goces que la familia vela, cubre, que la familia trata de aplacar, pero que está en el corazón mismo de lo que no cesa. De lo que no cesa de escribirse como síntoma, de lo que no cesa de escribirse como lo imposible de un acoplamiento entre los goces, un entendimiento entre los goces. Entonces, creo que hay algo irreductible, conflictivamente irreductible en la familia, y que la familia, finalmente, es un invento para hacer algo con la inexistencia de la relación sexual. Es una ficción que compartimos y se ve que como solución tiene algo sólido, que es una solución mejor que otras, porque hemos conocido los intentos de generalización o de desestructuración de la familia, por ejemplo, en las comunidades donde los niños y los padres son separados muy tempranamente. En nuestra generación, no tan lejana, hemos conocido intentos comunitarios de disolver a la familia en una comunidad, y no han resultado.
LV: Qué interesante eso que decís, por lo menos no lo tenía en cuenta. Me hiciste recordar los intentos que hubo en la década de los 60…
Efectivamente las comunidades hippies que se instalaron en el sur, por ejemplo. En la Unión Soviética también hubo intentos después de la revolución del 17. Está también la experiencia del kibbutz en Israel. Creo que en cada caso se trata de ir contra la dimensión de los hijos como bienes. Efectivamente, en el mejor de los casos, el hijo se coloca del lado de los bienes, del tener. Por eso Lacan puede decir que la posición femenina por excelencia es la de la mujer que puede desprenderse de esos bienes que son los hijos, por eso habla de la verdadera mujer para referirse a Medea. En esos experimentos de ruptura de la familia patriarcal, los hijos la propiedad de los hijos, pasa a ser compartida como lo sería la propiedad de la Tierra. Es un comunitarismo de los bienes donde se comparte lo que se produce, se comparte lo que se siembra, se comparten los frutos de la tierra y se comparten los frutos de los vientres también. Esos intentos no funcionaron. Sería interesante entender por qué.
LV: En una de las Conversaciones del próximo ENAPOL, de la que es Responsable Débora Nitzcaner, estamos investigando el concepto de parentalidad, en relación con las nuevas formaciones familiares. Marie-Hélène Brousse nombra como parentalidad a un tipo de uniones; ahora en vez de la función paterna, las familias tienen algo de la paridad. Pero lo que es impresionante es que, a la vez, se vuelve a la familia tradicional. Es decir, la pelea de los homosexuales es que se puedan casar. Es una revolución para finalmente volver a tener una estructura familiar.
Efectivamente, la función de la ley, la función de la legislación, es hacer entrar lo real en lo simbólico. Entonces, en una época ser gay implicaba una reivindicación del lado del goce. Cuando uno piensa en Pasolini -que estuvo en nuestras bocas en este último tiempo- y su búsqueda de un goce transgresor hasta encontrar la muerte misma en esa práctica… Eso no tiene nada que ver con las conquistas sociales. Indudablemente es una gran conquista del movimiento gay, del movimiento gay-lesbiano, que lo que antes se consideraba transgresión haya sido incorporado a la ley como un derecho identitario. El problema es que una vez que la transgresión es admitida dentro de la ley deja de ser transgresión, y uno ya no sabe cómo transgredir. El goce de la transgresión, que Lacan explica en La ética, exige cada vez formas más violentas de la transgresión. Y cuando se lee sobre el debate de la reasignación sexual, cuando se escuchan las posiciones encontradas sobre el consumo y la legalización de las drogas, debates a los que no podemos permanecer ajenos, los psicoanalistas podrían aportar algo sobre las paradojas que se engendran cuando el aparato simbólico trata de reabsorber lo real en su sistema. El orden simbólico es un recurso para aplacar el goce. Pero lo real se encabrita, como dijo alguna vez Lacan. El matrimonio mismo, gay, hétero o lo que sea, es una manera de civilizar el goce.
NB: Lo que hace lo simbólico mismo como mortificante.
Exacto. Por eso los gays y las lesbianas, tanto como los heterosexuales, están bajo el mismo yugo: son cónyuges, y nos hablan del mismo hastío, de la misma pérdida de goce que ya Freud señalaba como el destino de la familia conyugal. Toda institución, y el matrimonio es una institución, es un dispositivo de acotamiento del goce: lo real acotado por lo simbólico. Pero el goce pide más. Recuerdo una conversación clínica con residentes y concurrentes en servicios hospitalarios donde se presentaron casos de una clínica de la perversión que no tiene nada que ver con la clínica de la perversión que conocemos. La transgresión exige cada vez prácticas más complejas para mantener ese reducto del plus de gozar posible que se obtiene a expensas de la ley. Por eso, por ejemplo, el movimiento queer supo ir en su momento contra el lobby de los movimientos lesbian-gays para resistir a ser tomados por la norma, que siempre exige un «para todos». A medida que lo simbólico se va ensanchando, lo real se va refugiando en reductos cada vez más violentos.
Cuando trabajé en su momento el texto de Marie-Hélène Brousse sobre la paridad, mi hipótesis era que una vez que se obtiene la paridad en la pareja, es decir, que la pareja pasa a ser fraterna, lo que viene al lugar de la intrusión es el hijo. En La familia Lacan describe muy bien la intrusión que acarrea la llegada del hermano. El niño recién llegado entraña la presencia del Otro, que irrumpe en el mundo de los pares. Tomando como el mundo de los pares el mundo de los hermanos. La parentalidad actual, que ocupa el lugar desplazado de la paternidad, incluye en el mismo vocablo lo «par». Ya no el pater, sino el par. Y entonces, en esa paridad jurídica, en esa parentalidad, el intruso termina siendo el hijo. La demografía da cuenta de un rechazo creciente al hijo, pero los psicoanalistas podemos decir algo más, podemos esbozar una respuesta para la baja creciente de la natalidad en los países más desarrollados, que son los que más conquistas han logrado en materia de parentalidad. Y es que en este sistema de paridad los niños se han convertido en el intruso de la familia, nadie sabe dónde ponerlos. Nadie sabe qué hacer con los niños, que llegan a destiempo, que llegan demasiado temprano, o llegan demasiado tarde, que no llegan… El niño presentifica lo dispar en la paridad.
Cuando se está frente a esta promoción contemporánea de la paridad en todos los planos y cuando se piensa como psicoanalista, hay que buscar siempre por donde va a surgir la disparidad. No hay paridad. Sabemos que no hay paridad, y esto desde el estadio del espejo momento en el cual Lacan aprovechó para darnos una primera versión del fracaso de lo simbólico para enmarcar lo real. Sabemos que no hay paridad entonces, en todo discurso sobre la paridad -que por supuesto tiene sus mejores razones de ser a nivel del funcionamiento social y que siempre apoyaremos-, como psicoanalistas, nos interesamos en la disparidad. La disparidad es lo que hace síntoma, la disparidad es lo que marca la imposibilidad de reabsorción de lo real por lo simbólico. Es nuestra brújula.
NB: El analizado ¿puede cambiar el destino del conflicto familiar?
Puede soportarlo mejor, puede soportar mejor la diferencia, puede disfrutarla, puede dejar de insistir en reducir el Otro al Uno. Entonces creo que sí, que el análisis cambia algo del destino del conflicto familiar. Al menos le quita familiaridad al conflicto, lo hace un poco más real, más sintomático, y da entonces la oportunidad para que cada quien invente un saber hacer con lo radicalmente Otro del otro y con lo radicalmente Otro de uno mismo.